Bosque Siksikan en la desembocadura oriental del Tresdeltas
Pensaba enfurruñado que la próxima vez iría
otro a revisar los cepos. Estaba harto de que siempre le tocara a él los días
de lluvia. Siempre era igual, al fin y al cabo, todos sabían que cuando llovía,
los estúpidos humanos no se aventuraban fuera de sus zonas y por eso le
mandaban a él esta tarea. Así que, de nuevo, volvería al poblado con las manos
vacías y de nuevo sería el último en comer y el foco de sus burlas…. Y esto ya
duraba más de dos meses Todo por culpa de esa extraña nube que desde el oeste,
había avanzado apoderándose del cielo y la luz, dejando el paisaje a su paso en
un triste tono entre parduzco y grisáceo, y ahora con el agua era peor. Todo
estaba bañado en un lodo putrefacto, plantas y animales quedaban atrapados en
el, las piernas se hundían en el barro hasta la rodilla, el cuero se pudría,
las armas y hebillas se herrumbraban, la comida se enmohecía y la piel se
llenaba de pústulas. Sin mencionar a los endiablados mosquitos. Ese zumbido
ensordecedor le acabaría volviendo loco. Cualquier parte de piel al
descubierto, era una herida sangrante de tanto rascar las picaduras de esos
malditos e inútiles insectos que sólo una mente perversa podría haber puesto
sobre la faz de Éu con el único fin de torturar a todo bicho viviente con algo
de sangre en sus venas.
Todo esto asaltaba la mente de
Gothrek, mientras avanzaba penosamente al sur del Tresdeltas por entre ramas
caídas y troncos podridos a unos escasos pasos del camino que bajaba hacia la
ciudad de Rihus.
Naturalmente Gothrek era un orco. Un
orco del Clan del Hacha Mellada para más señas. No era ni mucho menos el más
grande, ni el más listo, ni siquiera era el más hábil en nada. Sólo era uno
más, pero además pendía sobre él una mancha que le había convertido en un
paria. Ningún orco que se precie, dejaría que un debilucho humano de carne
rosada le venciera en combate, pero a Gothrek no sólo le venció y humilló,
además quien lo hizo fue una humana, y fue tan abrumadora la derrota, que la
humana en cuestión no se molestó ni en rematarlo, simplemente hizo algo que acompañaría
al orco durante el resto de su vida como un denigrante estigma.
Si por su falta de habilidades de
combate ya había sido relegado a las labores domésticas del poblado (atender en
las cocinas, limpiar los excrementos, alimentar a los cerdos, palear agua anegada) desde el lamentable acontecimiento
de hacía menos de dos días la cosa iba a peor y entre sus labores seguía estando por
supuesto revisar los cepos en los días de lluvia.
Nada de esto hubiera pasado si ese
pequeño e inmundo Blarg hubiera tenido su apestosa boca cerrada al volver al
poblado, al fin y al cabo él se había escondido en vez de ayudarlo con la
humana, pero el muy mentiroso y traicionero bastardo dijo que había llegado en
el último momento cuando ya todo había sucedido y que sólo pudo observar la
escena desde la distancia. La realidad es que el grupo de humanos sorprendió
distraído a Gothrek en mitad del camino mientras Blarg con los calzones por los
tobillos cagaba detrás de un enorme olivo hueco desde el que vio su fatídica
caída.
Aún no se explicaba cómo podía no
haber visto llegar a ese grupo de al menos siete asquerosos pieles rosas. Sólo
recordaba estar rodeado de amenazantes puntas de lanza y que cuando creía que
lo iban a atravesar, el que parecía el jefe del grupo dijo algo en su lengua
que hizo que todos se alejaran un par de pasos y así, de entre ellos, surgió
una humana armada con un mayal y cuyo cabello se veía recogido por una larga bandana
verdosa que le caía por la espalda. Al tiempo uno de ellos le tiró una maza que cayó a escasa distancia de
sus pies.
A estas alturas Gothrek estaba
temblando como una hoja y sin saber muy bien qué ocurría y porqué, recibió un
fuerte golpe en la mano con el mango del mayal por parte de la humana que le
hacía al tiempo señas de que recogiera la maza. Gothrek permanecía paralizado
con los ojos como platos. La humana seguía frente a él desafiante, vestida como
una doncella guerrera, tensa, en defensa y lista para saltar al ataque.
Finalmente alguien del grupo se adelantó y con cautela le puso la maza en la
mano al orco para desaparecer de nuevo rápidamente en el círculo. Gothrek sin
moverse, maza en mano, observaba a la cada vez más impaciente guerrera.
Entonces ella atacó.
La bola de hierro erizada de púas se
disparó contra su cabeza como un rayo y sólo el reflejo de cubrirse con el
antebrazo le salvó de recibirla en el cráneo, aún así una de las púas se le
hundió profundamente en la carne, rajándole dolorosamente al retirarse de nuevo
de donde estaba clavada. Hubo un segundo ataque, esta vez Gothrek estaba
preparado y saltó rápidamente a un lado. La humana no era más alta que él, pero
era fuerte y nervuda, con todo, como orco, él le sacaba unos ochenta kilos de
peso fácilmente, aún así, Gothrek estaba asustado y la mujer humana parecía
querer ganarse la aprobación de los demás guerreros allí presentes.
Tras varios envites Gothrek decidió
responder, atacó con la maza en dirección a la cabeza de la humana y esta
rápidamente esquivó y le golpeo con el mango del mayal en la nariz
rompiéndosela. Gothrek quedó medio ciego por las lágrimas y la sangre. El dolor
le invadía la cara, no podía respirar. No hubo cuartel, la malhadada bola
picuda se le clavó en una pierna haciéndole aullar de dolor y doblarse sobre la
rodilla, la maza cayó al suelo, todo parecía perdido, los humanos reían. Otro
golpe de la bola, esta vez en la cabeza, le hizo caer al suelo. Notó como la
carne del cuero cabelludo se desprendía. Aturdido
se hizo un ovillo protegiéndose con brazos y piernas como pudo. Otro golpe le
clavó varias púas en la espalda. Su oscura sangre brotaba de todos lados. Él se
retorcía y aullaba de dolor. Más golpes. Un chasquido salió de su rodilla al
ser golpeada. Más sangre, sollozos. Gothrek suplicaba en su lengua, ellos no le
entendían pero sabían lo que decía. Daba igual, la humana era inflexible. Ya no
se molestaba en usar el arma. Ella le gritaba y se reía de él. Le escupía, se
mofaba de esa masa de carne gris verdosa, ensangrentada y balbuceante, le daba
patadas con sus duras botas en el cuerpo, en la cara, en la espalda…. Y de pronto ya no le golpeo más. Todos
callaron. Gothrek se preguntaba el porqué, cautelosamente miró por entre sus
manos cubiertas de sangre, moco y mugre. Entonces vio su final. Sabía lo que
pasaba. La humana estaba recibiendo un largo y brillante cuchillo del guerrero
mayor, lo tomó, se dio la vuelta, y con paso pausado se dirigió al lamentable
orco con la afilada punta de la daga apuntando al suelo.
Gothrek vio la muerte en aquellos
femeninos y azules ojos rasgados.
Le iba a degollar. Lo sabía. Se hizo
un ovillo. La humana a horcajadas, se puso sobre él. Una pierna a cada lado, el
cuchillo apoyado sobre su nuca. Gothrek se dio la vuelta y quedó boca arriba
para recibir el tajo mortal. Ella le miraba entre divertida y desafiante. La
punta del cuchillo esta vez se apoyaba sobre su gimoteante garganta rasgándola
levemente. Y ella, con sus duros ojos azules aún clavados en él, sonrió, dijo algo
en su lengua, se levantó la falda guerrera y comenzó a mearle en la cara.
Gothrek jamás había sido humillado de esa forma, el caliente líquido le ardía
en las heridas, se metía en su nariz y su boca provocándole arcadas, gimoteaba
y balbucía mientras todos reían a su alrededor. Inútilmente trataba de taparse
con las manos, de arrastrarse lejos de allí, pero ella terminó de aliviarse
sobre él y con una expresión de entre asco y lástima se volvió a cubrir, le
escupió, dijo algo a sus compañeros y se fue lentamente entre carcajadas. Los
demás se acercaron a escupirle, le patearon y se mofaron de él. Finalmente, se
cansaron, y se fueron cantando algo alegremente mientras se pasaban de unos a
otros un pellejo con vino, o hidromiel, o lo que quiera que beban los malditos
humanos.
Allí quedó Gothrek, tumbado sobre un
maloliente charco, entre lágrimas y sangre. Derrotado y humillado. Vencido.
Y cuando parecía que lo peor había
pasado, quién vino a hacer más dolorosa la experiencia, quién sino el pequeño
Blarg, que se le acercó sonriendo de oreja a oreja, con una extraña expresión
de triunfo y desprecio en esa
asquerosa cara de sapo. Se quedó a medio metro frente al dolorido orco y con
tono guasón le dijo —bueno, si antes te preocupabas por intentar no ser de los
peores guerreros de la tribu, no debes hacerlo más Gothrek, a partir de ahora
pasarás a formar parte de los sirvientes, con las mujeres, los inútiles y los
esclavos —y se alejó de allí entre carcajadas, en dirección al poblado.
Para cuando Gothrek llegó al mismo
aquella noche, la historia había sido contada una y otra vez, y en cada
ocasión, la humillación era mayor, la humana era cada vez más pequeña, el grupo
menos numeroso o las armas estaban menos presentes. Desde ese momento se había conviertido
en el paria del poblado. Sufría crueles bromas y vejaciones, incluso esa misma
noche llegaron a vaciarle un cubo con orines y estiércol de cerdo sobre el
jergón mientras dormía y el hecho tuvo tanta gracia que corría el riesgo de
convertirse en costumbre entre los jóvenes orcos que salían de beber de la
taberna —qué tal si esta noche, le meamos un poco a Gothrek el llorón
—se dirían entre sí a carcajadas.
Y así pasaron dos días, sólo confiaba en
que pasado el suficiente tiempo, la historia no se contase más, que nadie más se
orinara sobre él, o le señalase riéndose, suponía que el suceso iría cayendo
lentamente en el olvido y que él seguiría haciendo el trabajo de los siervos y
esclavos. De algún modo en ese breve tiempo se había acostumbrado a ser un
paria, cualquier arresto de su sangre desapareció, ya no pensaba en luchar, en
vencer batallas con una enorme cimitarra en la mano, en dirigir guerreros, en
acaudillar clanes enteros bajo su escudo. Ahora se contentaba con que le
dejaran tranquilo, con que se olvidaran de él. Había encontrado un pequeño
rincón de su mente en el que se sentía en paz, donde las burlas y humillaciones
no existían, una parte de su imaginación en la que no se acordaba de quién era
en la vida real. Y cuando la última luz del segundo día desapareció, tumbado en
su pequeño jergón, en una esquina junto a las pocilgas, el sueño le transportó
a un mundo en el que aún podía ser fuerte, valiente y admirado. Donde nunca
había sido humillado y derrotado, donde se le regalaba una segunda oportunidad
para ser quien realmente quería creer que era.
Pero ahora mismo la realidad era que
estaba sucio de barro hasta la cintura, que llovía inmisericordemente, que aún le
quedaban más de diez trampas por revisar y que la tarde estaba cayendo
rápidamente.
Se paró bajo un viejo roble que
levemente le guarecía de la lluvia, miró al cielo, se secó los ojos y bebió un
trago del pellejo que portaba en bandolera. El fuerte fermento de raíces y
tubérculos le metió algo de calor en el cuerpo. Tenía un sabor a tierra
bastante desagradable, pero siempre era mejor que la asquerosa cerveza de los "pielesrosa".
Miró en derredor, si no recordaba
mal, cerca de allí había colocado una de las trampas, para humanos. Dentro de
las cosas de las que se sentía orgulloso era de esas trampas. Las había ideado
él, antes de eso, los orcos se limitaban a abrir agujeros en el suelo,
llenarlos de estacas afiladas y cubrirlos de hojarasca. El problema es que los
pocos humanos que caían en ellas morían al poco y para cuando los encontraban
ya estaban medio podridos y en ocasiones, devorados por las alimañas. Al menos
se reconfortaba al pensar en el agónico final que habrían tenido antes de
morir. Estúpidos humanos.
Gothrek había ideado un ingenioso
sistema, el cebo era algún animal silvestre, puesto sobre lo que en
anteriormente había sido una trampa humana de caza, así los humanos pensaban
que habían obtenido una presa para la cena, pese a que la realidad era, que la
presa eran ellos. De este modo, se acercaban ufanos sin percatarse del resorte
oculto que, al saltar, los enlazaba de los pies y dejaba colgados boca abajo,
aturdidos, prácticamente
indefensos y lo más importante: vivos. Un humano muerto, apenas si servía para
comérselo y sólo cuando los gusanos no hubieran empezado a hacerlo ya. Pero uno
vivo, podía dar mucho juego. Podía ser esclavizado o vendido para tal,
utilizado para amaestrar fieras (como cebo). Usado en juegos de tiro al blanco,
como gladiadores en la arena, en apuestas de taberna sobre cuántos golpes de
maza podían llegar a recibir sin morirse, o cuánto tiempo aguantarían bajo el
agua, arrastrados por un buey, maniatados y devorados por los cerdos, y en
definitiva, todo ese tipo de lindezas que se les pudiera llegar a ocurrir a los
orcos, cuando estaban aburridos, borrachos y con unos cuantos infelices “pielesrosa”
metidos en una jaula.
Lo malo de aquella persistente
lluvia era que no podía dejarse guiar por el olfato para localizar las trampas.
Normalmente el dulzón olor de la carne humana se le metía en la nariz como el
de la mierda de cerdo, aún no entendía cómo aquel nutrido grupo le sorprendió
en el fatídico día de su caída sin que su olfato le hubiera avisado desde
lejos. Cuando lo recordaba decía para disculparse a sí mismo que probablemente
no vinieron a favor del viento.
Se puso en marcha de nuevo no sin
antes beber otro trago de su pequeña reserva. Con aquella humedad la rodilla
rota le dolía más, pensaba que nunca llegaría a curarse bien y junto con la nariz torcida y el
agujero en la cabeza, la cojera y el entablillado de la pierna le recordaban (y
a los demás también) porqué le llamaban Gothrek el llorón.
La luz del sol seguía cayendo. Los
colores y volúmenes se iban convirtiendo en un todo grisáceo e informe. Aún así
Gothrek sabía por dónde avanzaba, o eso creía. Lo cierto era que apenas
quedaban marcas ni referencias. Ya no se veían los grandes árboles más que de
cerca, aquella raíz que salía con forma curiosa ahora quedaba bajo el agua o el
barro, el viejo esqueleto de ciervo que marcaba la mitad del camino, había sido
arrastrado por la lluvia. Y con aquella persistente nube, el sol, la luna o las
estrellas, apenas eran un ligero resplandor velado.
Encontró otro cepo: vacío. Y el
cebo, desaparecido, malditas alimañas. Siguió avanzando. Apenas si se veía nada
entre los árboles y la cortina de agua. Llegó hasta un viejo castaño al que
solía acudir con un saco cuando le tocaba alimentar a los marranos. Continuó
hacia el sur tanteando con los pies el engañoso terreno. La tierra era ahora
blanda y allí donde antes hubiera grietas o túneles, se convertía en una trampa
que le succionaba a uno hacia dentro sin remedio.
Si al menos pudiera encender una
antorcha…..
De pronto se paró en seco. Había oído un
sonido metálico. Como el entrechocar de placas, o, esperaba que no, de armas.
Siguió a la escucha. Nada.
Avanzó en dirección al sonido y de nuevo lo
oyó, esta vez como un tintineo. Venía de no muy lejos. Se acercó con cautela. Ya podía distinguir algo más de entre los ruidos: gemidos de
esfuerzo, gemidos humanos. Venían de arriba. Algún estúpido “pielrosa” había
caído en una trampa. Gothrek no cabía en sí de gozo. Por fin una presa, después
de semanas sin llevar nada al poblado. Esta vez había habido suerte. Siguió
avanzando más confiado. Quien quiera que fuese estaba sólo, o de otro modo le
habrían ayudado a bajar y, por el sonido, estaba bien atrapado.
Ya veía el bulto retorcerse en el
lazo a unos diez metros del suelo, colgado de una rama grisácea como un trozo de carne
salada que se estuviera secando. Podía ver el resplandor de algo metálico que
titilaba levemente en lo alto. Parecía que el pobre infeliz que se balanceaba
allí arriba, intentaba cortar la soga. Estúpido. Gothrek había aprendido a
trenzar el final de sus sogas con hilo de metal después de encontrar varias
trampas cortadas. No conseguiría escapar. Finalmente llegó junto al grueso pino de corteza cenicienta del que pendía la presa. Miró triunfante hacia arriba y trató de
discernir algo entre las sombras. Dio un paso hacia el árbol con los brazos en
alto para soltar la trampa y cuando tenía la cuerda a menos de un palmo de la
mano, se hundió en la tierra como un fardo. Al parecer, la incesante lluvia
había socavado la tierra de entre las raíces del árbol formando una trampa de
arenas movedizas en las que había caído como un tonto. El barro le llegaba al
pecho, las piernas se le quedaron atrapadas entre las raíces. Una poderosa fuerza
de succión tiró de él hacia abajo y cuanto más luchaba por salir, más atrapado
se sentía. Afortunadamente sus manos seguían fuera. Intentó agarrarse a algo…
nada, lo único que quedaba a su alcance era la cuerda que sujetaba la trampa.
Intentó agarrarse a ella pero no alcanzaba más que a pellizcarla con el extremo
de los dedos, si al menos pudiera cortarla tendría alguna posibilidad, pero
entonces el humano escaparía, o algo peor. Lo degollaría. Además, su cuchillo
estaba en el cinturón y no se atrevía a meter las manos bajo el barro por miedo
a no poderlas volver a sacar. Pasaron las horas, la noche avanzó y él cada vez
se sentía más débil. Arriba el bulto no pareció percatarse de su presencia. Por
lo menos agua no le faltaba para beber, por mucho que la odiara, siempre era
mejor que pasar sed. Se
quedó dormido y con las horas llego el alba.
Débilmente la luz comenzó a entrar
en el bosque, la lluvia había bajado de intensidad y ya casi no era más que un
ligero calabobos que resbalaba indolente por las ramas de los árboles. Gothrek
despertó, le costó un rato recordar dónde estaba, pero por desgracia, no había
soñado nada de lo sucedido, se lo recordaban sus doloridos brazos, casi
dormidos por la falta de riego y el frío húmedo que le invadía por completo.
Tras más de seis horas sumergido en el fango y con la lluvia cayendo sobre él, las
articulaciones le dolían inmisericordemente y, a duras penas podía abrir y
cerrar los ateridos dedos de las manos.
Oyó un ruido sobre su cabeza y de pronto recordó, ¡el humano!, miró hacia arriba, con la débil luz de la mañana casi ni podía ver el bulto que pendía sobre él. Fue entonces cuando oyó un sonido que lo dejó más helado si cabe, uno de los peores sonidos que puede alguien oír en un bosque. Oyó el rugido de un puma.
Oyó un ruido sobre su cabeza y de pronto recordó, ¡el humano!, miró hacia arriba, con la débil luz de la mañana casi ni podía ver el bulto que pendía sobre él. Fue entonces cuando oyó un sonido que lo dejó más helado si cabe, uno de los peores sonidos que puede alguien oír en un bosque. Oyó el rugido de un puma.
Sonó cerca, miró hacia todos los
lados intentando encontrarlo, pero nada, los pumas se camuflan perfectamente a
plena luz, cuánto más en aquella semipenumbra vespertina. Desesperado intentó
salir del barro, nada. De nuevo el rugido, ahora más cerca. El bulto en lo alto
intentó desesperadamente cortar la cuerda. Nada. Gothrek a su vez luchaba
infructuosamente por salir, le pareció oír leves chapoteos tras de él. El
terror le invadió. Notaba un frío gélido que le atenazaba el cuello, oía las
lentas y suaves pisadas del puma muy cerca, intentó girarse para ver,
imposible. El puma llegó hasta su espalda. Se acercó despacio, el orco no se
movió, no quería provocar al animal, de algún modo quería creer que así le
dejaría en paz. Notó el cálido aliento de la fiera en la nuca. Le estaba
olfateando. El terror convirtió la respiración de Gothrek en un acelerado
espasmo. La bestia le rodeó, y se puso frente a él. Ahora la veía,
relamiéndose. Era un puma enorme, un macho adulto. Se retiró un par de pasos,
el orco sabía lo que significaba, estaba cogiendo impulso para saltar. Gothrek
cerró los ojos y en ese momento, algo cayó junto a él. Abrió los ojos. El
felino se había sobresaltado por algo y, precavido se había alejado unos
metros, a la defensiva, sin dejar de observarle. El orco miró a todos lados
buscando lo que había sobresaltado al puma y lo vio. Era la daga del humano. Se
la había lanzado a Gothrek, le estaba ayudando. Intentó alcanzarla, había
quedado muy cerca de él. El puma comenzó a acercarse impaciente. Apenas si
llegaba al arma con el extremo de los dedos. La fiera se colocó de nuevo en
posición para saltar. Desesperado el orco intentó agarrar la daga pero esta
resbalaba de sus embarrados dedos. Finalmente el puma saltó. En una milésima de
segundo Gothrek consiguió aferrar el arma, apenas si la había asido por el
pomo, no hubo tiempo de más, como un reflejo la puso frente a sus ojos con la
punta hacia afuera y en ella el terrible felino fue a ensartarse con toda la
fuerza de su salto. El pomo de la empuñadura golpeó fuertemente a Gothrek en la
cara dejándolo aturdido. El animal soltó un fuerte rugido de dolor. La daga le
había entrado por la boca y se le había clavado en la garganta. Se revolvía
sobre el orco, bufando, arañándole con sus fuertes garras, y él no soltaba el
arma, la retorcía fuertemente dentro de las fauces de la fiera, agarró la misma
con las dos manos y sacando fuerzas de su desesperación y pánico empujó la hoja
hasta el fondo de aquellas fauces de afilados dientes. La sangre cubría todo.
El ruido de los rugidos se entremezclaba con los gritos de Gothrek. Sonó un
chasquido y después silencio. El puma se desmadejó sobre los brazos del orco
sin vida, la cálida sangre del animal le corría hasta los codos.
Con una mano aferró la empuñadura y
con la otra empujó fuertemente para separar el metal de la fiera. Todo acabó.
Gothrek no sabría decir si habían pasado horas o segundos. Estaba agotado.
Jadeaba con la cabeza sobre el barro recostada junto al cadáver del animal. Vio la daga en su mano y recordó. Miró hacia arriba. Le pareció que
el humano le observaba mudo desde lo alto, no habría sabido decirlo con
seguridad. Se dijo a sí mismo que, si le había lanzado la daga para ayudarle,
no tenía sentido que tras liberarle le cortara el cuello. Cambió la misma de
mano, fuertemente la clavó en la raíz más cercana y la utilizó como asidero,
por fin sacó parte de su pesado y dolorido cuerpo del barro, extrajo el
cuchillo y cortó la cuerda del cepo mientras, como podía, aferraba la misma con
la otra mano. Por fin la cuerda cedió y tiró de él hacia arriba al
tiempo que el bulto de entre las ramas comenzaba a descender lentamente. La
fuerza del contrapeso fue suficiente para que Gothrek pudiera terminar de salir
de su trampa de barro. Extrajo completamente el torso, una pierna y finalmente
la otra. Al fin estaba fuera, después de tantas horas sumergido en el lodo,
había conseguido liberarse. Mantenía la cuerda agarrada. Pensó en soltarla de
golpe, en matar al humano y llevarlo al campamento. Algo en su interior le
impulsó a no hacerlo, curiosidad tal vez, comenzó a descender levemente al
humano hasta que la cuerda no le dio más de sí y el bulto apenas si estaba a
dos metros sobre el suelo. En ese momento soltó la carga. El humano cayó y se
revolvió en el suelo hasta ponerse en pié. Gothrek mantenía la daga aferrada frente
a él. El otro se encaró, llevaba el rostro embozado en una especie de capucha verde que de algún modo le resultaba familiar, se acercó
al orco desafiante y sin miedo y, cuando su pecho estuvo a un palmo de la
puntiaguda daga, retiró su embozo mirando fijamente a Gothrek, y lo hizo con
unos femeninos y azules ojos rasgados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario