viernes, 17 de enero de 2014

Capítulo 1. Gothrek (613 d.M.)

Bosque Siksikan en la desembocadura oriental del Tresdeltas

Pensaba enfurruñado que la próxima vez iría otro a revisar los cepos. Estaba harto de que siempre le tocara a él los días de lluvia. Siempre era igual, al fin y al cabo, todos sabían que cuando llovía, los estúpidos humanos no se aventuraban fuera de sus zonas y por eso le mandaban a él esta tarea. Así que, de nuevo, volvería al poblado con las manos vacías y de nuevo sería el último en comer y el foco de sus burlas…. Y esto ya duraba más de dos meses Todo por culpa de esa extraña nube que desde el oeste, había avanzado apoderándose del cielo y la luz, dejando el paisaje a su paso en un triste tono entre parduzco y grisáceo, y ahora con el agua era peor. Todo estaba bañado en un lodo putrefacto, plantas y animales quedaban atrapados en el, las piernas se hundían en el barro hasta la rodilla, el cuero se pudría, las armas y hebillas se herrumbraban, la comida se enmohecía y la piel se llenaba de pústulas. Sin mencionar a los endiablados mosquitos. Ese zumbido ensordecedor le acabaría volviendo loco. Cualquier parte de piel al descubierto, era una herida sangrante de tanto rascar las picaduras de esos malditos e inútiles insectos que sólo una mente perversa podría haber puesto sobre la faz de Éu con el único fin de torturar a todo bicho viviente con algo de sangre en sus venas.
 Todo esto asaltaba la mente de Gothrek, mientras avanzaba penosamente al sur del Tresdeltas por entre ramas caídas y troncos podridos a unos escasos pasos del camino que bajaba hacia la ciudad de Rihus.
 Naturalmente Gothrek era un orco. Un orco del Clan del Hacha Mellada para más señas. No era ni mucho menos el más grande, ni el más listo, ni siquiera era el más hábil en nada. Sólo era uno más, pero además pendía sobre él una mancha que le había convertido en un paria. Ningún orco que se precie, dejaría que un debilucho humano de carne rosada le venciera en combate, pero a Gothrek no sólo le venció y humilló, además quien lo hizo fue una humana, y fue tan abrumadora la derrota, que la humana en cuestión no se molestó ni en rematarlo, simplemente hizo algo que acompañaría al orco durante el resto de su vida como un denigrante estigma.  
 Si por su falta de habilidades de combate ya había sido relegado a las labores domésticas del poblado (atender en las cocinas, limpiar los excrementos, alimentar a los cerdos, palear  agua anegada) desde el lamentable acontecimiento de hacía menos de dos días la cosa iba a peor y entre sus labores seguía estando por supuesto revisar los cepos en los días de lluvia.
 Nada de esto hubiera pasado si ese pequeño e inmundo Blarg hubiera tenido su apestosa boca cerrada al volver al poblado, al fin y al cabo él se había escondido en vez de ayudarlo con la humana, pero el muy mentiroso y traicionero bastardo dijo que había llegado en el último momento cuando ya todo había sucedido y que sólo pudo observar la escena desde la distancia. La realidad es que el grupo de humanos sorprendió distraído a Gothrek en mitad del camino mientras Blarg con los calzones por los tobillos cagaba detrás de un enorme olivo hueco desde el que vio su fatídica caída.
 Aún no se explicaba cómo podía no haber visto llegar a ese grupo de al menos siete asquerosos pieles rosas. Sólo recordaba estar rodeado de amenazantes puntas de lanza y que cuando creía que lo iban a atravesar, el que parecía el jefe del grupo dijo algo en su lengua que hizo que todos se alejaran un par de pasos y así, de entre ellos, surgió una humana armada con un mayal y cuyo cabello se veía recogido por una larga bandana verdosa que le caía por la espalda. Al tiempo uno de ellos le tiró una maza que cayó a escasa distancia de sus pies.
 A estas alturas Gothrek estaba temblando como una hoja y sin saber muy bien qué ocurría y porqué, recibió un fuerte golpe en la mano con el mango del mayal por parte de la humana que le hacía al tiempo señas de que recogiera la maza. Gothrek permanecía paralizado con los ojos como platos. La humana seguía frente a él desafiante, vestida como una doncella guerrera, tensa, en defensa y lista para saltar al ataque. Finalmente alguien del grupo se adelantó y con cautela le puso la maza en la mano al orco para desaparecer de nuevo rápidamente en el círculo. Gothrek sin moverse, maza en mano, observaba a la cada vez más impaciente guerrera.
 Entonces ella atacó.
 La bola de hierro erizada de púas se disparó contra su cabeza como un rayo y sólo el reflejo de cubrirse con el antebrazo le salvó de recibirla en el cráneo, aún así una de las púas se le hundió profundamente en la carne, rajándole dolorosamente al retirarse de nuevo de donde estaba clavada. Hubo un segundo ataque, esta vez Gothrek estaba preparado y saltó rápidamente a un lado. La humana no era más alta que él, pero era fuerte y nervuda, con todo, como orco, él le sacaba unos ochenta kilos de peso fácilmente, aún así, Gothrek estaba asustado y la mujer humana parecía querer ganarse la aprobación de los demás guerreros allí presentes.
 Tras varios envites Gothrek decidió responder, atacó con la maza en dirección a la cabeza de la humana y esta rápidamente esquivó y le golpeo con el mango del mayal en la nariz rompiéndosela. Gothrek quedó medio ciego por las lágrimas y la sangre. El dolor le invadía la cara, no podía respirar. No hubo cuartel, la malhadada bola picuda se le clavó en una pierna haciéndole aullar de dolor y doblarse sobre la rodilla, la maza cayó al suelo, todo parecía perdido, los humanos reían. Otro golpe de la bola, esta vez en la cabeza, le hizo caer al suelo. Notó como la carne del cuero cabelludo se desprendía.  Aturdido se hizo un ovillo protegiéndose con brazos y piernas como pudo. Otro golpe le clavó varias púas en la espalda. Su oscura sangre brotaba de todos lados. Él se retorcía y aullaba de dolor. Más golpes. Un chasquido salió de su rodilla al ser golpeada. Más sangre, sollozos. Gothrek suplicaba en su lengua, ellos no le entendían pero sabían lo que decía. Daba igual, la humana era inflexible. Ya no se molestaba en usar el arma. Ella le gritaba y se reía de él. Le escupía, se mofaba de esa masa de carne gris verdosa, ensangrentada y balbuceante, le daba patadas con sus duras botas en el cuerpo, en la cara, en la espalda….  Y de pronto ya no le golpeo más. Todos callaron. Gothrek se preguntaba el porqué, cautelosamente miró por entre sus manos cubiertas de sangre, moco y mugre. Entonces vio su final. Sabía lo que pasaba. La humana estaba recibiendo un largo y brillante cuchillo del guerrero mayor, lo tomó, se dio la vuelta, y con paso pausado se dirigió al lamentable orco con la afilada punta de la daga apuntando al suelo.
 Gothrek vio la muerte en aquellos femeninos y azules ojos rasgados.
 Le iba a degollar. Lo sabía. Se hizo un ovillo. La humana a horcajadas, se puso sobre él. Una pierna a cada lado, el cuchillo apoyado sobre su nuca. Gothrek se dio la vuelta y quedó boca arriba para recibir el tajo mortal. Ella le miraba entre divertida y desafiante. La punta del cuchillo esta vez se apoyaba sobre su gimoteante garganta rasgándola levemente. Y ella, con sus duros ojos azules aún clavados en él, sonrió, dijo algo en su lengua, se levantó la falda guerrera y comenzó a mearle en la cara. Gothrek jamás había sido humillado de esa forma, el caliente líquido le ardía en las heridas, se metía en su nariz y su boca provocándole arcadas, gimoteaba y balbucía mientras todos reían a su alrededor. Inútilmente trataba de taparse con las manos, de arrastrarse lejos de allí, pero ella terminó de aliviarse sobre él y con una expresión de entre asco y lástima se volvió a cubrir, le escupió, dijo algo a sus compañeros y se fue lentamente entre carcajadas. Los demás se acercaron a escupirle, le patearon y se mofaron de él. Finalmente, se cansaron, y se fueron cantando algo alegremente mientras se pasaban de unos a otros un pellejo con vino, o hidromiel, o lo que quiera que beban los malditos humanos.
 Allí quedó Gothrek, tumbado sobre un maloliente charco, entre lágrimas y sangre. Derrotado y humillado. Vencido.
 Y cuando parecía que lo peor había pasado, quién vino a hacer más dolorosa la experiencia, quién sino el pequeño Blarg, que se le acercó sonriendo de oreja a oreja, con una extraña expresión de triunfo y desprecio en  esa asquerosa cara de sapo. Se quedó a medio metro frente al dolorido orco y con tono guasón le dijo ­—bueno, si antes te preocupabas por intentar no ser de los peores guerreros de la tribu, no debes hacerlo más Gothrek, a partir de ahora pasarás a formar parte de los sirvientes, con las mujeres, los inútiles y los esclavos  —y se alejó de allí entre carcajadas, en dirección al poblado.
 Para cuando Gothrek llegó al mismo aquella noche, la historia había sido contada una y otra vez, y en cada ocasión, la humillación era mayor, la humana era cada vez más pequeña, el grupo menos numeroso o las armas estaban menos presentes. Desde ese momento se había conviertido en el paria del poblado. Sufría crueles bromas y vejaciones, incluso esa misma noche llegaron a vaciarle un cubo con orines y estiércol de cerdo sobre el jergón mientras dormía y el hecho tuvo tanta gracia que corría el riesgo de convertirse en costumbre entre los jóvenes orcos que salían de beber de la taberna —qué tal si esta noche, le meamos un poco a Gothrek el llorón  —se dirían entre sí a carcajadas.
Y así pasaron dos días, sólo confiaba en que pasado el suficiente tiempo, la historia no se contase más, que nadie más se orinara sobre él, o le señalase riéndose, suponía que el suceso iría cayendo lentamente en el olvido y que él seguiría haciendo el trabajo de los siervos y esclavos. De algún modo en ese breve tiempo se había acostumbrado a ser un paria, cualquier arresto de su sangre desapareció, ya no pensaba en luchar, en vencer batallas con una enorme cimitarra en la mano, en dirigir guerreros, en acaudillar clanes enteros bajo su escudo. Ahora se contentaba con que le dejaran tranquilo, con que se olvidaran de él. Había encontrado un pequeño rincón de su mente en el que se sentía en paz, donde las burlas y humillaciones no existían, una parte de su imaginación en la que no se acordaba de quién era en la vida real. Y cuando la última luz del segundo día desapareció, tumbado en su pequeño jergón, en una esquina junto a las pocilgas, el sueño le transportó a un mundo en el que aún podía ser fuerte, valiente y admirado. Donde nunca había sido humillado y derrotado, donde se le regalaba una segunda oportunidad para ser quien realmente quería creer que era.
 Pero ahora mismo la realidad era que estaba sucio de barro hasta la cintura, que llovía inmisericordemente, que aún le quedaban más de diez trampas por revisar y que la tarde estaba cayendo rápidamente.
 Se paró bajo un viejo roble que levemente le guarecía de la lluvia, miró al cielo, se secó los ojos y bebió un trago del pellejo que portaba en bandolera. El fuerte fermento de raíces y tubérculos le metió algo de calor en el cuerpo. Tenía un sabor a tierra bastante desagradable, pero siempre era mejor que la asquerosa cerveza de los "pielesrosa".
 Miró en derredor, si no recordaba mal, cerca de allí había colocado una de las trampas, para humanos. Dentro de las cosas de las que se sentía orgulloso era de esas trampas. Las había ideado él, antes de eso, los orcos se limitaban a abrir agujeros en el suelo, llenarlos de estacas afiladas y cubrirlos de hojarasca. El problema es que los pocos humanos que caían en ellas morían al poco y para cuando los encontraban ya estaban medio podridos y en ocasiones, devorados por las alimañas. Al menos se reconfortaba al pensar en el agónico final que habrían tenido antes de morir. Estúpidos humanos.
 Gothrek había ideado un ingenioso sistema, el cebo era algún animal silvestre, puesto sobre lo que en anteriormente había sido una trampa humana de caza, así los humanos pensaban que habían obtenido una presa para la cena, pese a que la realidad era, que la presa eran ellos. De este modo, se acercaban ufanos sin percatarse del resorte oculto que, al saltar, los enlazaba de los pies y dejaba colgados boca abajo, aturdidos,  prácticamente indefensos y lo más importante: vivos. Un humano muerto, apenas si servía para comérselo y sólo cuando los gusanos no hubieran empezado a hacerlo ya. Pero uno vivo, podía dar mucho juego. Podía ser esclavizado o vendido para tal, utilizado para amaestrar fieras (como cebo). Usado en juegos de tiro al blanco, como gladiadores en la arena, en apuestas de taberna sobre cuántos golpes de maza podían llegar a recibir sin morirse, o cuánto tiempo aguantarían bajo el agua, arrastrados por un buey, maniatados y devorados por los cerdos, y en definitiva, todo ese tipo de lindezas que se les pudiera llegar a ocurrir a los orcos, cuando estaban aburridos, borrachos y con unos cuantos infelices “pielesrosa” metidos en una jaula.
 Lo malo de aquella persistente lluvia era que no podía dejarse guiar por el olfato para localizar las trampas. Normalmente el dulzón olor de la carne humana se le metía en la nariz como el de la mierda de cerdo, aún no entendía cómo aquel nutrido grupo le sorprendió en el fatídico día de su caída sin que su olfato le hubiera avisado desde lejos. Cuando lo recordaba decía para disculparse a sí mismo que probablemente no vinieron a favor del viento.
 Se puso en marcha de nuevo no sin antes beber otro trago de su pequeña reserva. Con aquella humedad la rodilla rota le dolía más, pensaba que nunca llegaría a curarse bien y junto con la nariz torcida y el agujero en la cabeza, la cojera y el entablillado de la pierna le recordaban (y a los demás también) porqué le llamaban Gothrek el llorón.
 La luz del sol seguía cayendo. Los colores y volúmenes se iban convirtiendo en un todo grisáceo e informe. Aún así Gothrek sabía por dónde avanzaba, o eso creía. Lo cierto era que apenas quedaban marcas ni referencias. Ya no se veían los grandes árboles más que de cerca, aquella raíz que salía con forma curiosa ahora quedaba bajo el agua o el barro, el viejo esqueleto de ciervo que marcaba la mitad del camino, había sido arrastrado por la lluvia. Y con aquella persistente nube, el sol, la luna o las estrellas, apenas eran un ligero resplandor velado.
 Encontró otro cepo: vacío. Y el cebo, desaparecido, malditas alimañas. Siguió avanzando. Apenas si se veía nada entre los árboles y la cortina de agua. Llegó hasta un viejo castaño al que solía acudir con un saco cuando le tocaba alimentar a los marranos. Continuó hacia el sur tanteando con los pies el engañoso terreno. La tierra era ahora blanda y allí donde antes hubiera grietas o túneles, se convertía en una trampa que le succionaba a uno hacia dentro sin remedio.
 Si al menos pudiera encender una antorcha…..
 De pronto se paró en seco. Había oído un sonido metálico. Como el entrechocar de placas, o, esperaba que no, de armas. Siguió a la escucha. Nada.
 Avanzó en dirección al sonido y de nuevo lo oyó, esta vez como un tintineo. Venía de no muy lejos. Se acercó con cautela. Ya podía distinguir algo más de entre los ruidos: gemidos de esfuerzo, gemidos humanos. Venían de arriba. Algún estúpido “pielrosa” había caído en una trampa. Gothrek no cabía en sí de gozo. Por fin una presa, después de semanas sin llevar nada al poblado. Esta vez había habido suerte. Siguió avanzando más confiado. Quien quiera que fuese estaba sólo, o de otro modo le habrían ayudado a bajar y, por el sonido, estaba bien atrapado.
 Ya veía el bulto retorcerse en el lazo a unos diez metros del suelo, colgado de una rama grisácea como un trozo de carne salada que se estuviera secando. Podía ver el resplandor de algo metálico que titilaba levemente en lo alto. Parecía que el pobre infeliz que se balanceaba allí arriba, intentaba cortar la soga. Estúpido. Gothrek había aprendido a trenzar el final de sus sogas con hilo de metal después de encontrar varias trampas cortadas. No conseguiría escapar. Finalmente llegó junto al grueso pino de corteza cenicienta del que pendía la presa. Miró triunfante hacia arriba y trató de discernir algo entre las sombras. Dio un paso hacia el árbol con los brazos en alto para soltar la trampa y cuando tenía la cuerda a menos de un palmo de la mano, se hundió en la tierra como un fardo. Al parecer, la incesante lluvia había socavado la tierra de entre las raíces del árbol formando una trampa de arenas movedizas en las que había caído como un tonto. El barro le llegaba al pecho, las piernas se le quedaron atrapadas entre las raíces. Una poderosa fuerza de succión tiró de él hacia abajo y cuanto más luchaba por salir, más atrapado se sentía. Afortunadamente sus manos seguían fuera. Intentó agarrarse a algo… nada, lo único que quedaba a su alcance era la cuerda que sujetaba la trampa. Intentó agarrarse a ella pero no alcanzaba más que a pellizcarla con el extremo de los dedos, si al menos pudiera cortarla tendría alguna posibilidad, pero entonces el humano escaparía, o algo peor. Lo degollaría. Además, su cuchillo estaba en el cinturón y no se atrevía a meter las manos bajo el barro por miedo a no poderlas volver a sacar. Pasaron las horas, la noche avanzó y él cada vez se sentía más débil. Arriba el bulto no pareció percatarse de su presencia. Por lo menos agua no le faltaba para beber, por mucho que la odiara, siempre era mejor que pasar sed.  Se quedó dormido y con las horas llego el alba.
 Débilmente la luz comenzó a entrar en el bosque, la lluvia había bajado de intensidad y ya casi no era más que un ligero calabobos que resbalaba indolente por las ramas de los árboles. Gothrek despertó, le costó un rato recordar dónde estaba, pero por desgracia, no había soñado nada de lo sucedido, se lo recordaban sus doloridos brazos, casi dormidos por la falta de riego y el frío húmedo que le invadía por completo. Tras más de seis horas sumergido en el fango y con la lluvia cayendo sobre él, las articulaciones le dolían inmisericordemente y, a duras penas podía abrir y cerrar los ateridos dedos de las manos.
 Oyó un ruido sobre su cabeza y de pronto recordó, ¡el humano!, miró hacia arriba, con la débil luz de la mañana casi ni podía ver el bulto que pendía sobre él. Fue entonces cuando oyó un sonido que lo dejó más helado si cabe, uno de los peores sonidos que puede alguien oír en un bosque. Oyó el rugido de un puma.
 Sonó cerca, miró hacia todos los lados intentando encontrarlo, pero nada, los pumas se camuflan perfectamente a plena luz, cuánto más en aquella semipenumbra vespertina. Desesperado intentó salir del barro, nada. De nuevo el rugido, ahora más cerca. El bulto en lo alto intentó desesperadamente cortar la cuerda. Nada. Gothrek a su vez luchaba infructuosamente por salir, le pareció oír leves chapoteos tras de él. El terror le invadió. Notaba un frío gélido que le atenazaba el cuello, oía las lentas y suaves pisadas del puma muy cerca, intentó girarse para ver, imposible. El puma llegó hasta su espalda. Se acercó despacio, el orco no se movió, no quería provocar al animal, de algún modo quería creer que así le dejaría en paz. Notó el cálido aliento de la fiera en la nuca. Le estaba olfateando. El terror convirtió la respiración de Gothrek en un acelerado espasmo. La bestia le rodeó, y se puso frente a él. Ahora la veía, relamiéndose. Era un puma enorme, un macho adulto. Se retiró un par de pasos, el orco sabía lo que significaba, estaba cogiendo impulso para saltar. Gothrek cerró los ojos y en ese momento, algo cayó junto a él. Abrió los ojos. El felino se había sobresaltado por algo y, precavido se había alejado unos metros, a la defensiva, sin dejar de observarle. El orco miró a todos lados buscando lo que había sobresaltado al puma y lo vio. Era la daga del humano. Se la había lanzado a Gothrek, le estaba ayudando. Intentó alcanzarla, había quedado muy cerca de él. El puma comenzó a acercarse impaciente. Apenas si llegaba al arma con el extremo de los dedos. La fiera se colocó de nuevo en posición para saltar. Desesperado el orco intentó agarrar la daga pero esta resbalaba de sus embarrados dedos. Finalmente el puma saltó. En una milésima de segundo Gothrek consiguió aferrar el arma, apenas si la había asido por el pomo, no hubo tiempo de más, como un reflejo la puso frente a sus ojos con la punta hacia afuera y en ella el terrible felino fue a ensartarse con toda la fuerza de su salto. El pomo de la empuñadura golpeó fuertemente a Gothrek en la cara dejándolo aturdido. El animal soltó un fuerte rugido de dolor. La daga le había entrado por la boca y se le había clavado en la garganta. Se revolvía sobre el orco, bufando, arañándole con sus fuertes garras, y él no soltaba el arma, la retorcía fuertemente dentro de las fauces de la fiera, agarró la misma con las dos manos y sacando fuerzas de su desesperación y pánico empujó la hoja hasta el fondo de aquellas fauces de afilados dientes. La sangre cubría todo. El ruido de los rugidos se entremezclaba con los gritos de Gothrek. Sonó un chasquido y después silencio. El puma se desmadejó sobre los brazos del orco sin vida, la cálida sangre del animal le corría hasta los codos.


 Con una mano aferró la empuñadura y con la otra empujó fuertemente para separar el metal de la fiera. Todo acabó. Gothrek no sabría decir si habían pasado horas o segundos. Estaba agotado. Jadeaba con la cabeza sobre el barro recostada junto al cadáver del animal. Vio la daga en su mano y recordó. Miró hacia arriba. Le pareció que el humano le observaba mudo desde lo alto, no habría sabido decirlo con seguridad. Se dijo a sí mismo que, si le había lanzado la daga para ayudarle, no tenía sentido que tras liberarle le cortara el cuello. Cambió la misma de mano, fuertemente la clavó en la raíz más cercana y la utilizó como asidero, por fin sacó parte de su pesado y dolorido cuerpo del barro, extrajo el cuchillo y cortó la cuerda del cepo mientras, como podía, aferraba la misma con la otra mano. Por fin la cuerda cedió y tiró de él hacia arriba al tiempo que el bulto de entre las ramas comenzaba a descender lentamente. La fuerza del contrapeso fue suficiente para que Gothrek pudiera terminar de salir de su trampa de barro. Extrajo completamente el torso, una pierna y finalmente la otra. Al fin estaba fuera, después de tantas horas sumergido en el lodo, había conseguido liberarse. Mantenía la cuerda agarrada. Pensó en soltarla de golpe, en matar al humano y llevarlo al campamento. Algo en su interior le impulsó a no hacerlo, curiosidad tal vez, comenzó a descender levemente al humano hasta que la cuerda no le dio más de sí y el bulto apenas si estaba a dos metros sobre el suelo. En ese momento soltó la carga. El humano cayó y se revolvió en el suelo hasta ponerse en pié. Gothrek mantenía la daga aferrada frente a él. El otro se encaró, llevaba el rostro embozado en una especie de capucha verde que de algún modo le resultaba familiar, se acercó al orco desafiante y sin miedo y, cuando su pecho estuvo a un palmo de la puntiaguda daga, retiró su embozo mirando fijamente a Gothrek, y lo hizo con unos femeninos y azules ojos rasgados. 

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