viernes, 17 de enero de 2014

Capítulo 2. Ishman (613 d.M.)

Difícilmente podía uno mantenerse despierto durante la tediosa homilía de la mañana. Por suerte, los sacerdotes de menos rango eran situados al final del coro y gracias a esta circunstancia, nadie detrás de él podría detectar los evidentes cabeceos del anciano en un desesperado intento por mantenerse despierto.
 A sus ochenta y cinco años de edad, Ishman era poco menos que un tembloroso saco de huesos de hinchadas articulaciones y escuálida figura. Su prominente calva salpicada de manchas propias de la edad, se veía aureolada por una rala melena lacia y descolorida que si bien en otro tiempo fuere de un brillante tono dorado, ahora apenas si llegaba a ser de un desvaído amarillo lechoso. Sus manos, de finos y largos dedos, de uñas partidas y llenas de roña, aparecían también salpicadas de manchas, y, cuando no le dolían por años de escribir innumerables registros y copias, le dolían por la humedad de las estancias del convento, las forzadas posturas rituales durante los rezos, o como ahora, por sujetar el pesado libro de canto, del que tras años de acumular sudor, grasa y suciedad, escasamente podía leerse algo de sus ajadas páginas. No obstante Ishman no necesitaba leer, el texto que sostenía entre las manos lo podía recitar de memoria sin necesidad de leerlo, pues si bien sus ojos cada vez estaban más pálidos y acuosos, haciéndole ver todo su mundo a través de una niebla perenne que le obligaba a acercarse cada vez más a las páginas, su mente y su memoria seguían siendo ágiles y claras como cuando tenía veinte años.
 Según le dijeron, fue gracias a esta portentosa memoria y conocimientos, que fuera llamado a ingresar en la orden de los Custodios Carmesíes, la intocable congregación que el Jatáh Ish Ahjmensur, (a quien los Perfectos conserven la vida mil años), rescató del olvido y promocionó dentro de la curia, hasta convertirla en el eje de su gobierno regido por la beatitud y la dedicación a los altísimos señores de la eternidad.
 Hacía años que Ishman no cantaba durante la homilía, se limitaba a mover los labios mientras su mente vagaba perezosa en busca de un sitio mejor en el que estar, si bien es cierto que, habiendo ingresado en un monasterio con apenas diez años de edad, eran pocos los lugares a los que su imaginación podía transportarle, pues en su memoria no había recuerdo que no estuviera enmarcado por las frías paredes de piedra de las estancias monásticas. Fue a esa edad cuando se añadió el prefijo “Ish” a su nombre, símbolo de su pertenencia al estamento eclesiástico.
 Cesaron los cantos. Todos los congregados se arrodillaron al unísono. El frío suelo de piedra se clavaba inmisericorde en las doloridas rodillas del viejo monje. Los dos sacerdotes que oficiaban el ritual de la mañana se levantaron y, simultáneamente, comenzaron a leer el sagrado texto según el cual, la profeta Ishenia, relataba cómo los Perfectos derruyeron las ciudades de los enemigos de la única y verdadera fe. Al lado de Ishman, una joven novicia seguía las palabras de los oficiantes con un arrebolado éxtasis, golpeando fuertemente su pecho y poniendo los ojos en blanco entre ascéticas lágrimas. El anciano nunca había conseguido entender ese tipo de fervor, si bien en ocasiones lo fingía para no parecer insuficientemente devoto a los ojos de sus compañeros y superiores.
 Le había costado sobrevivir en ese mundo que, aún después de tantos años, le parecía misterioso e irreal. Así, donde otros compañeros suyos habían optado por trepar en el peligroso escalafón de la orden carmesí, él prefirió una vida retirada y dedicada a los libros y el conocimiento, tratando de no llamar demasiado la atención sobre su humilde persona que, lejos de ansiar el poder o la notoriedad, se sentía más cómoda en el retiro, el silencio y la soledad. Reconocía que no tenía talento para las intrigas y, sospechaba (cada vez más) que su orden había perdido el rumbo cuando se convirtió en la herramienta de represión de la herejía por parte de la Curia Mulahjí, transformándose en un nido de mentes perversas, oídos atentos, ojos siempre vigilantes y afiladas lenguas traicioneras, dispuestas a vender a quien fuera a cambio de subir un escalón más de poder. A Ishman, estos juegos le parecían suelo quebradizo y sabía que no era infrecuente que, alguno de estos adictos a las intrigas, hubiera desaparecido sin dejar rastro de la noche a la mañana.
 Por otro lado estaban también aquellos que se movían por este juego como pez en el agua. Tal era el caso de su antiguo compañero de monasterio, Ishal-Maktuk, un hombre joven de imponente aspecto, que fue promocionado a la orden de los custodios, pocos años después de ingresar en la Orden de los Menores,  la misma orden monacal en la que el anciano había pasado toda su vida antes de ingresar en los custodios. Este joven, consiguió en breve tiempo llegar a ser conocido en las estancias del Palacio de la Sal y lo hizo simplemente denunciando al prior del monasterio acusándole de herejía. Una posterior investigación probó que las acusaciones eran ciertas, el prior fue llevado ante la Curia y no se supo más de él e Ishal-Maktuk ingresó inmediatamente en la Orden de los Custodios Carmesíes. Años después llegó a oídos del anciano que su carrera en la orden, ascendía de manera portentosa.
 Por fin la homilía llegó a su término. Ishman se sentía cansado y el frío le atenazaba los huesos. No podía comprender cómo estando situados en una bulliciosa ciudad a escasa millas de un tórrido desierto podía hacer tanto frío dentro de las estancias de la congregación. Echaba de menos su antiguo monasterio, siempre cálido, perchado en roca, sobre la intersección del Rio de los Tres Deltas (más comúnmente llamado el Tresdeltas), con uno de sus afluentes menores.
 Tras la cortina traslucida que dividía el coro, podía entreverse movimiento de sombras que, aderezado con el “frufrú” que producían las vestimentas de seda carmesí, indicaba que los altos miembros de la curia, se retiraban ya hacia sus dependencias del Palacio de la Sal, mientras, novicios y escolanos, desaparecían lentamente, devorados por la puerta que daba a las salas de la “Casa Carmesí”, en silenciosa oración y perfecto orden, como un viejo ciempiés rojizo, que se escabullera en su madriguera.
 Por fin llegó Ishman a su celda. Allí se echó sobre los hombros una burda manta de lana intentando huir del húmedo frío que le agarrotaba las articulaciones. Se sentó sobre una desgastada silla curul que tenía aspecto de haber sido hollada por cientos de huesudos traseros antes que el suyo. Extrajo de un recipiente una pequeña perla metálica. La esfera emitía un tenue resplandor verdoso debido a su composición, estaba fabricada con el preciado metal al que llamaban “Sangre de los Perfectos” o “Qanmehkmel” origen de la riqueza y poder del Jatáh Ish Ahjmensur y su pueblo. Este metal gris blancuzco, era el motor económico de la mayor ciudad de todo el continente y el poder que había proporcionado a sus poseedores comenzaba a extenderse hacia los cuatro puntos cardinales convirtiendo al Jatáh en una suerte de nuevo monarca, similar a los de las viejas leyendas y mitos.
 Colocó la preciada perla sobre un pequeño quinqué formado por varillas de vidrio y un cuenco que contenía un líquido salino. Al contacto con la misma, comenzó a burbujear y emitir vapores multiplicando el verdoso resplandor e iluminando toda la estancia con una viva luz que titilaba a medida que hervía el líquido del cuenco, afortunadamente, el calor de la reacción, reconfortaba al anciano, que de vez en cuando acercaba sus doloridas manos al quinqué para calentarlas. De algún modo pensaba que el dolor de sus articulaciones no llegó con la edad sino con su traslado a la Casa Carmesí pero daba por sentado que era más propio del frio húmedo de las estancias en las que pasaba gran parte de su tiempo.
  Ishman abrió un pesado tomo que descansaba sobre su mesa. A duras penas si podía ver ya las letras, es por ello que usaba una gruesa lente de vidrio de roca que aumentaba por efecto óptico enormemente el texto, pues sin ella, se vería obligado a acercarse casi hasta tocar con su huesuda nariz las páginas del códice que estudiaba desde hacía semanas por orden del Reverendo Guardián del Arcano, quien básicamente era el bibliotecario y superior inmediato del viejo escriba. El tratado venía a referir la vida del santo Mulahj, antiguo eremita, profeta y fundador de la verdadera fe.
 El bibliotecario le había pedido que estudiara el texto y extrajera de él todas aquellas conclusiones que le pudiera evocar para que una vez finalizado, le refiriera todo detalle. Para Ishman, semejante encargo no podía producirle mayor placer, pues disfrutaba del estudio de los textos sagrados y de algún modo, como todos en la fe de los Perfectos, siempre se había sentido atraído por el santo Mulahj.
 El párrafo con el que trabajaba aquella tarde decía así: <<…. se dirigieron pues a la tierra de más allá de las montañas, descalzos hollaban el hielo de las Cumbres Azules, pero en el abrazo de su fe, el bienamado no permitió que sus pies sangraran, ni su sangre se congelara, pues tal era su poder y tal la voluntad de los Perfectos. Quinientos años permanecieron en las montañas dedicados a la oración y el júbilo de la comunión con Los Doce hizo que no necesitaran de alimento alguno. Crecieron y se multiplicaron y los que en un principio no fueron más que los cien que subieron a unirse con el santo Mulahj y la profeta Ishenia, se convirtieron en el Pueblo de las Cumbres o Almanehust, los amados hijos de Los Doce. Fue en el año quinientos uno de su retiro en las montañas, cuando el santo Mulahj les dijo a sus seguidores —hete aquí mi pueblo que llevamos cinco siglos sobre estas montañas, llegada es la hora de extender la palabra de Los Perfectos, partamos pues, que cada varón, hembra, niño, niña anciano o anciana de este mundo, sepa que sólo Los Perfectos pueden dar la vida y que sólo en su nombre se puede arrebatar —.Comenzó así la gloriosa partida de los ejércitos del Pueblo de las Cumbres, y las filas de los soldados se perdían en la distancia, y el brillo de sus armas refulgía en las laderas de las montañas como una gigantesca serpiente de plata.
 Llegaron así a las tierras de los albos, grandes hombres de las largas barbas y allí supieron que la palabra de Los Doce no había sido difundida aún entre esas gentes. Lucharon por la fe, trayendo la verdad a quienes querían oírla y enviando al juicio de Los Perfectos a aquellos que osaron desafiarla. Siguieron proclamando la verdad de Los Perfectos y llegaron a las tierras de los orcos, y de nuevo adoctrinaron a los que querían oír y destruyeron a los enemigos de la única fe. Recorrieron desiertos habitados por pueblos de piel blanca y ojos rojos, pasaron también por bosques habitados por delgados hombres de piel verdosa. Llegaron a las orillas de lagos y océanos, y también las gentes que en ellos habitaban oyeron la palabra. Embarcaron hacia lo desconocido y encontraron a su paso ciudades flotantes e islas ignotas en las que habitaban enanos negros de largas barbas negras y ojos claros en tierras de hielo y nieve. Escalaron altas cumbres, recorrieron túneles subterráneos que llevaban hasta pueblos de rudo aspecto que vivían bajo tierra. Y fue así que pasaron otros quinientos años  y el Almanehust extendió su doctrina por todo el mundo bajo el cielo y durante todo ese tiempo crecieron y se multiplicaron más aún, pero no se mezclaban con quienes no pertenecían al Pueblo Bienamado, ni adoptaban sus costumbres, pues sólo el Almanehust era bueno para el Almanehust y no estaba permitido profanar su pureza de sangre….>> Para Ishman, esta historia era poco menos que un cuento infantil, desde pequeños todos habían oído el peregrinaje del Pueblo Bienamado y las gloriosas batallas y conquistas de su caudillo el Santo Mulahj. No entendía muy bien con qué propósito le habían encomendado esta tarea, pero si algo había aprendido el anciano de la vida eclesial, era que obedecer y callar era mejor que preguntar.
 Pasó la noche leyendo bajo la verdosa luz del iridiscente metal y finalmente se quedó dormido sobre el tomo que estudiaba.
 Llegó el alba y despertó con un punzante dolor en su carcomido cuello de anciano. Molesto comprobó que de su  vieja y desdentada boca había goteado pringosa baba sobre el libro, secó la misma angustiado, frotándola con la manta que aún envolvía sus hombros. La luz del quinqué seguía encendida, cansado extrajo la perla, casi dos veces más grande que cuando la depositó la noche anterior y que ahora presentaba un tono más apagado y estaba caliente por tantas horas de emitir su luz.
 Pero hete aquí que de forma fortuita algo sucedió que cambiaría la suerte de Ishman de un modo insospechado. La perla de “Qanmehkmel”, le resbaló de entre los dedos y  fue a caer sobre el libro, no sabía muy bien como, pero al frotar las hojas de fina piel con la manta de lana, estas debían haber absorbido algún tipo de energía, y, al caer la caliente cuenta de metal sobre ellas habían reaccionado de una forma asombrosa. La tinta original de las letras del tomo, apenas si resultaba visible, y en su lugar, nuevas letras de un tono verde brillante se formaban con luz propia sobre la piel que servía de soporte. Ishman acercó su lente. Analizó de cerca el texto y el extraño brillo aún visible a la mortecina luz solar que se colaba por la aspillera de la pared. Rascó levemente la superficie de una de las letras con la uña y comprobó fascinado que no era tinta como en un principio suponía. Lo que formaba las letras del texto era un fino polvo blancuzco que inmediatamente después de depositarlo de nuevo sobre la hoja, brillaba como por arte de magia ante la proximidad de la cuenta de Qanmehkmel.

 Ishman comenzó a leer, sus pálidos y casi inútiles ojos no daban crédito mientras recorrían frenéticos las palabras que se habían revelado frente a él: <<…. y se reveló así la auténtica cara de Mulahj, y porqué se convirtió en asesino de Los Doce y liberador del Pueblo Bienamado…>>

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