Difícilmente podía uno mantenerse despierto durante la tediosa
homilía de la mañana. Por suerte, los sacerdotes de menos rango eran situados
al final del coro y gracias a esta circunstancia, nadie detrás de él podría
detectar los evidentes cabeceos del anciano en un desesperado intento por
mantenerse despierto.
A sus ochenta y cinco años de edad, Ishman era poco menos
que un tembloroso saco de huesos de hinchadas articulaciones y escuálida
figura. Su prominente calva salpicada de manchas propias de la edad, se veía
aureolada por una rala melena lacia y descolorida que si bien en otro tiempo
fuere de un brillante tono dorado, ahora apenas si llegaba a ser de un desvaído
amarillo lechoso. Sus manos, de finos y largos dedos, de uñas partidas y llenas
de roña, aparecían también salpicadas de manchas, y, cuando no le dolían por
años de escribir innumerables registros y copias, le dolían por la humedad de
las estancias del convento, las forzadas posturas rituales durante los rezos, o
como ahora, por sujetar el pesado libro de canto, del que tras años de acumular
sudor, grasa y suciedad, escasamente podía leerse algo de sus ajadas páginas.
No obstante Ishman no necesitaba leer, el texto que sostenía entre las manos lo
podía recitar de memoria sin necesidad de leerlo, pues si bien sus ojos cada
vez estaban más pálidos y acuosos, haciéndole ver todo su mundo a través de una
niebla perenne que le obligaba a acercarse cada vez más a las páginas, su mente
y su memoria seguían siendo ágiles y claras como cuando tenía veinte años.
Según le dijeron, fue gracias a esta portentosa memoria y
conocimientos, que fuera llamado a ingresar en la orden de los Custodios
Carmesíes, la intocable congregación que el Jatáh Ish Ahjmensur, (a quien los
Perfectos conserven la vida mil años), rescató del olvido y promocionó dentro
de la curia, hasta convertirla en el eje de su gobierno regido por la beatitud
y la dedicación a los altísimos señores de la eternidad.
Hacía años que Ishman no cantaba durante la homilía, se
limitaba a mover los labios mientras su mente vagaba perezosa en busca de un
sitio mejor en el que estar, si bien es cierto que, habiendo ingresado en un
monasterio con apenas diez años de edad, eran pocos los lugares a los que su
imaginación podía transportarle, pues en su memoria no había recuerdo que no
estuviera enmarcado por las frías paredes de piedra de las estancias
monásticas. Fue a esa edad cuando se añadió el prefijo “Ish” a su nombre,
símbolo de su pertenencia al estamento eclesiástico.
Cesaron los cantos. Todos los congregados se arrodillaron al
unísono. El frío suelo de piedra se clavaba inmisericorde en las doloridas
rodillas del viejo monje. Los dos sacerdotes que oficiaban el ritual de la
mañana se levantaron y, simultáneamente, comenzaron a leer el sagrado texto
según el cual, la profeta Ishenia, relataba cómo los Perfectos derruyeron las
ciudades de los enemigos de la única y verdadera fe. Al lado de Ishman, una
joven novicia seguía las palabras de los oficiantes con un arrebolado éxtasis,
golpeando fuertemente su pecho y poniendo los ojos en blanco entre ascéticas
lágrimas. El anciano nunca había conseguido entender ese tipo de fervor, si
bien en ocasiones lo fingía para no parecer insuficientemente devoto a los ojos
de sus compañeros y superiores.
Le había costado sobrevivir en ese mundo que, aún después de
tantos años, le parecía misterioso e irreal. Así, donde otros compañeros
suyos habían optado por trepar en el peligroso escalafón de la orden carmesí,
él prefirió una vida retirada y dedicada a los libros y el conocimiento,
tratando de no llamar demasiado la atención sobre su humilde persona que, lejos
de ansiar el poder o la notoriedad, se sentía más cómoda en el retiro, el
silencio y la soledad. Reconocía que no tenía talento para las intrigas y,
sospechaba (cada vez más) que su orden había perdido el rumbo cuando se
convirtió en la herramienta de represión de la herejía por parte de la Curia
Mulahjí, transformándose en un nido de mentes perversas, oídos atentos, ojos
siempre vigilantes y afiladas lenguas traicioneras, dispuestas a vender a quien
fuera a cambio de subir un escalón más de poder. A Ishman, estos juegos le
parecían suelo quebradizo y sabía que no era infrecuente que, alguno de estos
adictos a las intrigas, hubiera desaparecido sin dejar rastro de la noche a la
mañana.
Por otro lado estaban también aquellos que se movían por
este juego como pez en el agua. Tal era el caso de su antiguo compañero de
monasterio, Ishal-Maktuk, un hombre joven de imponente aspecto, que fue
promocionado a la orden de los custodios, pocos años después de ingresar en la
Orden de los Menores, la misma orden monacal en la que el anciano había
pasado toda su vida antes de ingresar en los custodios. Este joven, consiguió
en breve tiempo llegar a ser conocido en las estancias del Palacio de la Sal y
lo hizo simplemente denunciando al prior del monasterio acusándole de herejía.
Una posterior investigación probó que las acusaciones eran ciertas, el prior
fue llevado ante la Curia y no se supo más de él e Ishal-Maktuk ingresó
inmediatamente en la Orden de los Custodios Carmesíes. Años después llegó a
oídos del anciano que su carrera en la orden, ascendía de manera portentosa.
Por fin la homilía llegó a su término. Ishman se sentía
cansado y el frío le atenazaba los huesos. No podía comprender cómo estando
situados en una bulliciosa ciudad a escasa millas de un tórrido desierto podía
hacer tanto frío dentro de las estancias de la congregación. Echaba de menos su
antiguo monasterio, siempre cálido, perchado en roca, sobre la intersección del
Rio de los Tres Deltas (más comúnmente llamado el Tresdeltas), con uno de sus
afluentes menores.
Tras la cortina traslucida que dividía el coro, podía
entreverse movimiento de sombras que, aderezado con el “frufrú” que producían
las vestimentas de seda carmesí, indicaba que los altos miembros de la curia,
se retiraban ya hacia sus dependencias del Palacio de la Sal, mientras,
novicios y escolanos, desaparecían lentamente, devorados por la puerta que daba
a las salas de la “Casa Carmesí”, en silenciosa oración y perfecto orden, como
un viejo ciempiés rojizo, que se escabullera en su madriguera.
Por fin llegó Ishman a su celda. Allí se echó sobre los
hombros una burda manta de lana intentando huir del húmedo frío que le
agarrotaba las articulaciones. Se sentó sobre una desgastada silla curul que
tenía aspecto de haber sido hollada por cientos de huesudos traseros antes que
el suyo. Extrajo de un recipiente una pequeña perla metálica. La esfera emitía
un tenue resplandor verdoso debido a su composición, estaba fabricada con el
preciado metal al que llamaban “Sangre de los Perfectos” o “Qanmehkmel” origen
de la riqueza y poder del Jatáh Ish Ahjmensur y su pueblo. Este metal gris
blancuzco, era el motor económico de la mayor ciudad de todo el continente y el
poder que había proporcionado a sus poseedores comenzaba a extenderse hacia los
cuatro puntos cardinales convirtiendo al Jatáh en una suerte de nuevo monarca,
similar a los de las viejas leyendas y mitos.
Colocó la preciada perla sobre un pequeño quinqué formado
por varillas de vidrio y un cuenco que contenía un líquido salino. Al contacto
con la misma, comenzó a burbujear y emitir vapores multiplicando el verdoso
resplandor e iluminando toda la estancia con una viva luz que titilaba a medida
que hervía el líquido del cuenco, afortunadamente, el calor de la reacción,
reconfortaba al anciano, que de vez en cuando acercaba sus doloridas manos al
quinqué para calentarlas. De algún modo pensaba que el dolor de sus
articulaciones no llegó con la edad sino con su traslado a la Casa Carmesí pero
daba por sentado que era más propio del frio húmedo de las estancias en las que
pasaba gran parte de su tiempo.
Ishman abrió un pesado tomo que descansaba sobre su
mesa. A duras penas si podía ver ya las letras, es por ello que usaba una
gruesa lente de vidrio de roca que aumentaba por efecto óptico enormemente el
texto, pues sin ella, se vería obligado a acercarse casi hasta tocar con su
huesuda nariz las páginas del códice que estudiaba desde hacía semanas por
orden del Reverendo Guardián del Arcano, quien básicamente era el bibliotecario
y superior inmediato del viejo escriba. El tratado venía a referir la vida del
santo Mulahj, antiguo eremita, profeta y fundador de la verdadera fe.
El bibliotecario le había pedido que estudiara el texto y
extrajera de él todas aquellas conclusiones que le pudiera evocar para que una
vez finalizado, le refiriera todo detalle. Para Ishman, semejante encargo no
podía producirle mayor placer, pues disfrutaba del estudio de los textos
sagrados y de algún modo, como todos en la fe de los Perfectos, siempre se
había sentido atraído por el santo Mulahj.
El párrafo con el que trabajaba aquella tarde decía así:
<<…. se dirigieron pues a la tierra de más allá de las montañas,
descalzos hollaban el hielo de las Cumbres Azules, pero en el abrazo de su fe,
el bienamado no permitió que sus pies sangraran, ni su sangre se congelara,
pues tal era su poder y tal la voluntad de los Perfectos. Quinientos años
permanecieron en las montañas dedicados a la oración y el júbilo de la comunión
con Los Doce hizo que no necesitaran de alimento alguno. Crecieron y se
multiplicaron y los que en un principio no fueron más que los cien que subieron
a unirse con el santo Mulahj y la profeta Ishenia, se convirtieron en el Pueblo
de las Cumbres o Almanehust, los amados hijos de Los Doce. Fue en el año quinientos
uno de su retiro en las montañas, cuando el santo Mulahj les dijo a sus
seguidores —hete aquí mi pueblo que llevamos cinco siglos sobre estas
montañas, llegada es la hora de extender la palabra de Los Perfectos, partamos
pues, que cada varón, hembra, niño, niña anciano o anciana de este mundo, sepa
que sólo Los Perfectos pueden dar la vida y que sólo en su nombre se puede
arrebatar —.Comenzó así la gloriosa partida de los ejércitos del Pueblo de
las Cumbres, y las filas de los soldados se perdían en la distancia, y el
brillo de sus armas refulgía en las laderas de las montañas como una gigantesca
serpiente de plata.
Llegaron así a las tierras de los albos, grandes hombres de
las largas barbas y allí supieron que la palabra de Los Doce no había sido difundida
aún entre esas gentes. Lucharon por la fe, trayendo la verdad a quienes querían
oírla y enviando al juicio de Los Perfectos a aquellos que osaron desafiarla.
Siguieron proclamando la verdad de Los Perfectos y llegaron a las tierras de
los orcos, y de nuevo adoctrinaron a los que querían oír y destruyeron a los
enemigos de la única fe. Recorrieron desiertos habitados por pueblos de piel
blanca y ojos rojos, pasaron también por bosques habitados por delgados hombres
de piel verdosa. Llegaron a las orillas de lagos y océanos, y también las
gentes que en ellos habitaban oyeron la palabra. Embarcaron hacia lo
desconocido y encontraron a su paso ciudades flotantes e islas ignotas en las
que habitaban enanos negros de largas barbas negras y ojos claros en tierras de
hielo y nieve. Escalaron altas cumbres, recorrieron túneles subterráneos que
llevaban hasta pueblos de rudo aspecto que vivían bajo tierra. Y fue así que
pasaron otros quinientos años y el Almanehust extendió su doctrina
por todo el mundo bajo el cielo y durante todo ese tiempo crecieron y se
multiplicaron más aún, pero no se mezclaban con quienes no pertenecían al
Pueblo Bienamado, ni adoptaban sus costumbres, pues sólo el Almanehust era
bueno para el Almanehust y no estaba permitido profanar su pureza de
sangre….>> Para Ishman, esta historia era poco menos que un cuento
infantil, desde pequeños todos habían oído el peregrinaje del Pueblo Bienamado
y las gloriosas batallas y conquistas de su caudillo el Santo Mulahj. No
entendía muy bien con qué propósito le habían encomendado esta tarea, pero si
algo había aprendido el anciano de la vida eclesial, era que obedecer y callar
era mejor que preguntar.
Pasó la noche leyendo bajo la verdosa luz del iridiscente
metal y finalmente se quedó dormido sobre el tomo que estudiaba.
Llegó el alba y despertó con un punzante dolor en su
carcomido cuello de anciano. Molesto comprobó que de su vieja y
desdentada boca había goteado pringosa baba sobre el libro, secó la misma
angustiado, frotándola con la manta que aún envolvía sus hombros. La luz del
quinqué seguía encendida, cansado extrajo la perla, casi dos veces más grande
que cuando la depositó la noche anterior y que ahora presentaba un tono más
apagado y estaba caliente por tantas horas de emitir su luz.
Pero hete aquí que de forma fortuita algo sucedió que
cambiaría la suerte de Ishman de un modo insospechado. La perla de
“Qanmehkmel”, le resbaló de entre los dedos y fue a caer sobre el
libro, no sabía muy bien como, pero al frotar las hojas de fina piel con la
manta de lana, estas debían haber absorbido algún tipo de energía, y, al caer
la caliente cuenta de metal sobre ellas habían reaccionado de una forma
asombrosa. La tinta original de las letras del tomo, apenas si resultaba
visible, y en su lugar, nuevas letras de un tono verde brillante se formaban
con luz propia sobre la piel que servía de soporte. Ishman acercó su lente.
Analizó de cerca el texto y el extraño brillo aún visible a la mortecina luz
solar que se colaba por la aspillera de la pared. Rascó levemente la superficie
de una de las letras con la uña y comprobó fascinado que no era tinta como en
un principio suponía. Lo que formaba las letras del texto era un fino polvo
blancuzco que inmediatamente después de depositarlo de nuevo sobre la hoja, brillaba
como por arte de magia ante la proximidad de la cuenta de Qanmehkmel.
Ishman comenzó a leer, sus pálidos y casi inútiles ojos no
daban crédito mientras recorrían frenéticos las palabras que se habían revelado
frente a él: <<…. y se reveló así la auténtica cara de Mulahj, y porqué
se convirtió en asesino de Los Doce y liberador del Pueblo Bienamado…>>
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