Al llegar al pie de la montaña, Fanafar
tenía muy claro cómo trabajaría esa jornada. Llevaba toda la semana estudiando
los planos de la que sería la nueva cara oeste y sabía ya, cómo organizar los
grupos de trabajo. Contaba además con sus ingenieros que a su vez supervisaban
a sus propios capataces, de modo que ahora que todo el mundo sabía qué debía
hacer, sólo quedaba ponerlo en práctica.
El diseño original consistía en un
pórtico labrado en la roca de tal forma que superponiendo arcos de cada vez
menos radio, se creara una sensación de profundidad y ascensión. El pórtico
daría paso a una escalinata de piedra dividida por una hilera de columnas de
base cuadrada y capitel palmiforme cuyas nervaduras entrelazarían entre sí
jugando con la idea de un bosque de árboles gigantes de piedra. La escalinata
debía desembocar al fin en un segundo pórtico que daría paso a una plaza
ovalada situada a ochenta codos de altura respecto de la puerta principal. A
partir de este, el trabajo pertenecía a la cofradía de Mjör, que se encargaría
de la plaza ovalada y las dependencias que la flanqueaban, es decir retén de
guardia, caballerizas, vigilancia aduanera y entrada a la ciudad subterránea
que se construiría tras él. Naturalmente los plazos eran importantes y la
coordinación entre cofradías fundamental ya que trabajaban de manera simultánea
y no sería la primera vez que un túnel comenzado al mismo tiempo desde sus
extremos no coincidiera en su punto central por un error de cálculo. No
obstante con el paso de los siglos, los miembros de su raza habían ideado
ingeniosos sistemas de nivelado hidráulico de tal modo que dirigiendo grandes
masas de agua a través de sus túneles de roca, conseguían una precisión casi
perfecta en sus obras.
La tienda de Fanafar estaba situada
a una prudente distancia del lugar de la obra, pues los desprendimientos
producidos por el trabajo de la roca era algo que no había que olvidar. Sobre
ella se encontraba un ajado tapiz encastrado en un bastidor de madera de nogal,
en él se dibujaba pálido un escudo de armas ya casi invisible por el desgaste:
tres mayos de plata, el central más alto y a los lados los otros dos cada vez
más bajos, en campo de gules y sobre el escudo la leyenda: "uno de
tres", blasón del Gremio de los Tres Mayos cuya jefatura ostentaba Fanafar
en la actualidad.
Partió este de la tienda seguido por
su asistente, el escuálido Mim, que iba ridículamente sobrecargado con
innumerables rollos de planos, tinta de varios colores, plumas afiladas de
ganso y un pequeño tesoro de plomadas de bronce, escuadras, cartabones,
sextantes y bobinas de cintas de medir elaboradas en tiras de piel cuidadosamente
curtidas y alisadas para que fueran lo más precisas posible. Este pequeño
tesoro de utensilios había sido heredado por Fanafar de su padre Huguin, quien
a su vez lo heredó del suyo.
Cerrando la comitiva iba arrastrando
su mayo, un malhumorado adolescente de incipiente barba y ojos enrojecidos.
Este chico que rezongaba a cada paso de camino a la cantera no era otro que
Thorik, quien desoyendo el consejo del ingeniero jefe, su padre, había
celebrado la noche anterior el inicio de las obras con sus dos camaradas de
juerga, Froder "el ancho" y "barbasralas" Grim, ambos
miembros del gremio y borrachines incorregibles, pues entre sus pasiones se
encontraban la cerveza negra de centeno y fumar en sus bienamadas pipas la
conocida como Hierba Roja, un malsano producto que a juicio de su padre, estaba
pudriendo el cerebro de los asiduos a ese infecto vicio. Estas ocupaciones
solían prolongarlas juntos hasta altas horas de la noche y eran en este momento
causa del evidente mal humor del joven adolescente.
Thorik bien es cierto, no compartía
la pasión de su padre por el trabajo de la roca, cálculo de resistencias o
trazado de planos; razón esta por la que, a los pocos meses de ingresar en la
escuela de ingenieros del gremio abandonó sus estudios dejado ya por imposible
por sus maestros, que renunciaron a intentar meter en esa cabeza hueca más
tablas de cálculo, fórmulas físicas o cualquier otro dato que requiriera un
mínimo esfuerzo por parte del muchacho.
Su problema era sin duda, una
malsana combinación de impaciencia, desbordante energía vital, ganas de salir a
descubrir nuevos mundos y una fértil imaginación abonada de manera febril por
toda suerte de relatos, historias y leyendas que había devorado con avidez
desde muy temprana edad. Esto le había convencido a sus impúberes treinta y
cinco años de que su lugar estaba entre guerreros de brillantes cotas y altas
almenas guarnecidas de ballesteros, salvando damas en apuros o acumulando
botines de guerra. Por desgracia para él, la guerra acabó ya hace tiempo y en el inmenso valle dónde vivía su gente, no quedaban ya causas por las que
luchar. Lo más parecido que se podía presenciar no era sino el salir de batida
en busca de algún lobo hambriento que se hubiera aventurado en los pastos de
verano.
Llegaron por fin a la base de la
montaña, los grupos de carpinteros ultimaban detalles en los andamios y los
ingenieros y capataces se arremolinaban aburridos en torno al centro de
operaciones. Este era una suerte de grandes mesas inclinadas con pequeños
“cepos” para mantener los planos extendidos y otras más pequeñas donde colocar
material de dibujo. En el centro de todo este entramado, se encontraba como si
de un altar se tratase el "Cerebro", un complejo ábaco de bronce y
cuentas de alabastro y obsidiana que manejaba con pericia el miembro más
respetado del gremio, el matemático jefe Björek, que a sus trescientos ochenta
y cinco años de edad era sin duda el más anciano de las inmediaciones, hecho
que atestiguaba una luenga y perfectamente blanca barba que, aún trenzada en un
intrincado dibujo, debía atar con su cinturón para que no le arrastrara por el
suelo o se enredara en cualquier parte.
Es tradición que los varones de esta
raza nunca rasuren sus barbas, pues estas son símbolo no sólo de madurez, sino
de posición y prestigio, gustando pues de atusarlas y trenzarlas con esmerada
fruición. Además entremezclan en las trenzas trofeos consistentes en grandes
anillos de metal con figuras repujadas, regalo de algún gran señor o guerrero
por alguna gesta realizada, o bien despojadas de algún enemigo caído que se
batió con honor. En los tiempos actuales de paz y carentes de gestas era raro
encontrar estos preciosos objetos salvo en varones ya muy ancianos y algunos
lucían excepcionales aros de bronce plata e incluso oro sobre unas largas y
blancas barbas que sin duda habían conocido grandes épocas de gloria. Thorik
siempre observaba fascinado estas maravillosas piezas cuya posesión anhelaba
merecer y no dudaba en acosar hasta la extenuación a sus propietarios,
sometiéndoles a agotadores interrogatorios sobre el cómo, cuándo, dónde y
porqué de cada uno de estos trofeos. Esta
actitud que a la mayoría resultaba poco menos que enojosa, era observada por Fanafar con una
mezcla de ceñuda desaprobación y paternal
preocupación, pues para el Ingeniero Jefe del Gremio de los Tres Mayos no se le
ocurría una mejor ocupación y futuro para su joven hijo, que opositar por el
título que él mismo ostentaba, continuando así con una larga tradición
familiar, que sólo se vio interrumpida cuando, el aspirante de su casa, hace ya
largos siglos, cayó de un andamio antes de las pruebas matándose y dejando así
la plaza al aspirante de la casa de Mjör.
Llegaron por fin a la mesa central,
en silencio, Mim desenrolló los planos con los alzados generales, y en las mesas laterales, los perfiles
del futuro pórtico. Fanafar, como director de la obra, se subió a un pequeño
peldaño de madera situado allí previamente y tocó un antiguo cuerno de
toro ribeteado de plata
repujada que atesoraba su familia desde hacía tres generaciones. A la llamada
del cuerno, todos los miembros del gremio presentes se reunieron frente al
puesto del ingeniero jefe que les arengó de este modo:
—Hermanos del Gremio de los Tres Mayos, hoy
comenzamos una obra que perdurará por siglos, generaciones que nos sucederán,
vendrán desde largas distancias a maravillarse por nuestra creación. Desde la
fundación de las primeras ciudades subterráneas, no se había emprendido una
obra de estas magnitudes y sólo los padres de nuestros padres oyeron de los suyos
el relato del primer golpe de escoplo de aquellas obras. Hoy haremos que una
vez más, la raza de los albos sea respetada en todo el ancho mundo. Más allá de
nuestras fronteras, más allá de las Cumbres Azules, las gentes oirán hablar de
la ciudad alba bajo la Montaña de Plata y al hacerlo sabrán de la magnitud del
pórtico sur, en el que los Tres Mayos coronarán el arco reservado al gremio que
lo creó. Tenéis las herramientas, tenéis los conocimientos y tenéis el amor por
la piedra que heredamos de nuestros padres. Haced pues que vuestro trabajo
perdure eternamente en las mentes de los que lo vean. A vuestros puestos
trabajadores de los Tres Mayos, ¡Uno de tres!
Aulló esta última frase al tiempo
que levantaba sobre su cabeza un mayo ritual bañado en plata. Al unísono todos
los miembros presentes del clan levantaron sus herramientas repitiendo el lema
con un rugido que retumbó en todo el valle. Fanafar se aproximó al que sería el
arco principal, un miembro del clan sostuvo un cortafríos y el ingeniero jefe
lo golpeó con fuerza contra la roca desnuda arrancando una esquirla de piedra,
se dio así el primer golpe de la que sería una obra de varias generaciones.
Por su parte, Thorik, asistía
enfurruñado a todo el ritual. El retumbar del cuerno no le hacía ningún bien a
su resaca. El estómago parecía querer salírsele por la boca, apenas si había
comido un chusco de pan de centeno y ya tenía ganas de echarlo fuera.
Sospechaba que iba a ser un día muy largo.
Estaba allí plantado con cara de
bobo mientras un hormiguero de canteros trepaba a los andamios entre chanzas,
gritos y una horrible algarabía que se le metía en los oídos como un escoplo.
Todos se movían menos él, que seguía inmóvil bajo el incipiente sol de la
madrugada. Notaba las venas de su cabeza bombeando sangre dolorosamente en sus
sienes, además, la noche anterior se había peleado no recordaba porqué con su
amigo Froder y tenía una ceja abierta que, hinchada, le dolía cada vez que
parpadeaba.
Fue Froder quién, de un manotazo en
la cabeza le devolvió a la realidad —qué
pasa oxidado, ¿todavía no has asimilado las cervezas de ayer? Eres una nenaza.
Vamos, al andamio, tu padre mira hacia aquí con cara de pocos amigos —en efecto, Thorik alzó la vista y vio unos
penetrantes ojos castaños que le atravesaban inmisericordes desde debajo de
unas pobladas y fruncidas cejas entrecanas. Thorik podía adivinar las ruedas en
la cabeza de su padre funcionando, sabía lo que pensaba, y por Mjölnir que no
auguraba nada bueno. Decidió no darse por aludido y dando media vuelta, se
dirigió en pos de su camarada de borracheras, que a estas alturas ya estaba
medio encaramado en el andamio en el que pasarían subidos los próximos diez o
quince años.
Thorik odiaba ese trabajo. Una parte
de él se resistía a subir allí. Era una condena en vida. El quería salir a ver
el mundo, y su padre quería atarlo a ese andamio. Y todo para qué, para
construir una estúpida ciudad subterránea. Qué sentido tenía, las ciudades se
construían bajo la roca para protegerse del enemigo, pero, ya no había
enemigos, ni guerras, de modo que, no podía entender, qué tenía de malo el
poblado en el que vivían ahora. Bien es cierto que llamarlo poblado era
simplificar mucho, pues si bien, en algún momento lo fue, cuando su clan se
mudó a la falda de la Montaña de Plata, para extraer aquél preciado mineral,
ahora los asentamientos de miembros de su raza, habían crecido tanto con la
llegada de nuevos clanes, que los poblados se solapaban unos con otros no
sabiendo muy bien dónde empezaba este o acababa aquél. Finalmente a vista de
pájaro uno no podía más que ver una turbamulta de casas de uno o dos pisos,
separadas por estrechas callejuelas, que se extendía sin orden ni concierto
como una mancha de grasa por todo el valle frente a la montaña.
Por cierto que si Froder le había
llamado oxidado, había hecho como que no le oía, odiaba ese mote, por desgracia
el anaranjado color de su pelo casaba perfectamente con él. Como además apenas
si la barba comenzaba a cubrirle el cuello, el color del pelo de la cabeza
parecía más llamativo aún sobre su pálida piel. Nunca entendió porqué había
sacado ese extraño tono en el vello, desafortunadamente era el único del clan
que lo tenía y eso no le hacía ningún bien, al fin y al cabo, prefería estar
entre sus iguales, no ser el “especial” del grupo. Había un anciano, el viejo
Finduhj, al que todos llamaban Bocaroja y tomaban por algo excéntrico, por no
decir loco, que le decía que el pelo lo había heredado de su difunta madre, y
que debía sentirse orgulloso por ello. Nunca entendió porqué. Hubiera preferido
mil veces ser moreno, castaño o incluso calvo si le apuraban. Pero ese pelo
rojo suyo se veía a tres leguas de distancia y hacía que, estuviera donde
estuviera, dijera lo que dijera e hiciera lo que hiciera, siempre alguien le
reconociera y le fuera con el cuento a Fanafar, que no dudaba en reconvenir a
su hijo con dura disciplina.
La mañana fue pasando despacio. Cada
martillazo en la roca era como si se lo dieran en la cabeza a un resacoso
Thorik que hubiera preferido estar en cualquier otro lugar que no fuera ese. A
su lado su camarada Froder martilleaba alegre con una melodía que silbaba una y
otra vez sin cesar, divertido ante las reiteradas súplicas del joven pelirojo
instándole a que cesara, estas naturalmente por toda respuesta sólo conseguían
una subida en el tono del silbido con una socarrona sonrisa del otro
—siempre he dicho que no sabes beber
oxidado, lo cierto es que he visto a viejas con más aguante que tu.
—supongo que te estarás refiriendo a la
borracha de tu madre Froder, pero todo el mundo sabe que ni un jefe orco
ganaría bebiendo a esa vieja arpía.
Froder solía responder a este tipo
de insultos de manera dispar, en ocasiones se lanzaba con ciega ira sobre el
loco que se atreviera a mentar a su amada progenitora y otras, como en esta
ocasión, soltaba una risotada que le nacía del estómago y le hacía enseñar unos
dientes medio podridos por la Hierba Roja a la que tan aficionado era.
Pasadas unas horas apareció
Barbasralas Grim con un odre de cerveza medio escondido entre la ropa, subió al
andamio y le dio un sonoro trago al mismo delante de sus dos camaradas de
juerga que le observaban ojipláticos con sus bocas resecas del polvo de roca
que habían tragado durante toda la mañana.
—¿Es cerveza rubia? —preguntó un sediento Froder con indisimulada
impaciencia.
—Puedes apostar tu grasiento culo a que si
amigo mío. Recién sacada de un montón de nieve en la que la he tenido escondida
toda la mañana. Está casi helada.
Los
dos jóvenes se abalanzaron sobre el otro en ardua disputa por conseguir el
preciado líquido. Tironeaban divertidos del odre entre risas e insultos y,
cuando uno de ellos conseguía hacerse con el, bebía a borbotones su contenido
como si no hubiera mañana. Una vez hubieron terminado con el dorado contenido
profirieron uno tras otro sonoros eructos que, llegado el turno de Froder el
ancho, alcanzó tal volumen en su evacuación de gases, que los picapedreros de
varios andamios alrededor se giraron sobresaltados en busca del origen de
semejante estruendo –Creo que me he partido la tráquea compañeros– dijo jovial
a sus camaradas, estos le miraban divertidos entre carcajadas.
Estando en estas, no advirtieron la
llegada al pié de la obra del Ingeniero Jefe Fanafar, quien, rodeado de su
séquito técnico y a pocos metros de los jóvenes, observaba rojo de ira toda la
escena sin perder un detalle.
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