Las Puertas de Sal en la Bahía Dagatsim
Corrían como locos por la estrecha
callejuela, zigzagueando raudos en dirección a la inmensa cúpula que le
otorgaba el sobrenombre al Gran Bazar de la ciudad de Rih Irzimi. Tras ellos,
gritos y amenazas ganaban cada vez más terreno a los fugitivos. Agotados,
algunos de ellos caían sobre el duro empedrado para no volver a levantarse
convirtiéndose así en presa segura para sus perseguidores.
Mulahj arrastraba dolorido una
pierna herida que le recordaba a cada zancada, el crujido nada tranquilizador
que había producido su tobillo al saltar desde el alto muro de la Casa de la
Sal.
Nada de esto habría sucedido si en
vez de dárselas de listo, se hubiera limitado a no ver, no oír y a callar. Era
su maldito complejo de salvador de los desposeídos y adalid de la justicia lo
que le tenía corriendo como una liebre perseguida por perros, sin ningún sitio
a donde ir ni nadie a quién acudir. Pero esa parte de él no era la primera vez
que le metía en serios problemas y de algún modo, sospechaba que si salía con
vida de esta no iba a ser la última.
Todo comenzó a sus jóvenes
diecisiete años. Si bien el problema real que lo causó había aparecido con su
nacimiento, pues no todos los días nacía un hermafrodita en Oga-Tarah.
Si no había sido arrojado por una
pendiente y dejado a merced de los perros ese día de hacía veinticinco años, se
debía a que la partera que atendía a su madre durante el alumbramiento, era a
la vez su propia tía y madrina, y sabía que después de tres abortos, esta sería
la última oportunidad de la madre para no ser repudiada por el orgulloso Muddyb
Almansurah. Señor de las Puertas de Sal y Almirante de la flota del Jatáh.
Malena, su tía, que inmediatamente
se había percatado de la coexistencia de ambos genitales en el pequeño, enfundó
con una tela las piernas del mismo dejando sólo visible la parte masculina de
su sexualidad y de este modo, el padre, nada sospechó al recibir al neonato en
los brazos al que inmediatamente proclamó su heredero y sucesor entre gritos y
jarras de vino.
La madre nada sabía aún de todo esto
y Malena, prudente, nada le dijo por el momento, intentando no agravar la
delicada salud de una pobre adolescente de 17 años a la que el enorme y ya más
que entrado en años Muddyb había desposado hacía poco menos de tres años
con la intención de unir su influyente apellido con una de las más adineradas
familias de comerciantes de la Bahía de Dagatsím.
Finalmente de poco sirvió dicha
prudencia. La madre de Mulahj murió durante la noche desangrada por un parto
lleno de complicaciones que había destrozado a una ya de por si enfermiza
parturienta. El padre de ambas siempre dijo que la chica no tenía caderas de
madre, de modo que debía estar contenta y agradecida de que un hombre tan mayor
la desposara, pues los hijos que tendría a lo largo de su vida de casada serían
menos y por tanto todo resultaría más sencillo para la joven. Malena sabía que
los abortos y la muerte de su hermana nada tenían que ver con sus caderas.
Resulta que al Muddyb Almansurah le gustaba conseguir obediencia de sus mujeres
a base de látigo y, en ocasiones, si el vino que bebía con cada vez más
abundancia, le hacía perder la cordura y envalentonarse, utilizaba un grueso
bastón con el que no sólo se limitaba a golpear a las jovencísimas
chicas (pues es así como le gustaban sus concubinas) sino que también
utilizaba el extremo del mismo para lo que él, con una sardónica sonrisa,
denominaba “abrir el camino”. Este y no otro, era el motivo de que la hermana
de Malena, se hubiera convertido con los años en un cascarón sin vida, ausente
y permanentemente adormecido por el humo de la hierba roja a la que se había
vuelto adicta.
Naturalmente el odio que sentía
Malena hacia su cuñado lo disimulaba con una muda máscara de sumisión, pues
cuando llegó a los meses del enlace, alertada por una desesperada llamada de
auxilio en forma de carta que le envió su hermana a la casa familiar,
inmediatamente se dio cuenta de la situación y decidió instalarse junto
a la desgraciada adolescente como ayuda de cámara de la misma,
ante un indiferente gruñido de aceptación del Muddyb al que poco le importaba
que, una ya para él demasiado mayor Malena, se instalara en las dependencias de
las mujeres con su joven esposa.
Así las hermanas habían permanecido
juntas durante esos tres años de matrimonio en los que la mayor
de ellas había debido cuidar y proteger a la cada vez más
irreconocible niña, que en poco tiempo pasó de una delgada y bronceada
pizpireta que pasaba la mitad de su tiempo trepando a los árboles y jugando de
aquí para allá, a una muerta en vida cuya mente vagaba lejos en busca de
refugio ante las atrocidades que cada noche caían sobre ella.
Mulahj pues, se quedó huérfano
de madre casi al tiempo de nacer y Malena, asumió el papel de madrina ese mismo
día, pues si bien a sus 23 años no tenía intención de contraer matrimonio, su
joven cuerpo permanecía fuerte, fértil y voluptuoso en claro contraste con el
de la fallecida adolescente que de algún modo heredó los genes equivocados. El
Muddyb Almansurah no puso objeción al arreglo siempre y cuando no influyera
demasiado en la educación del recién nacido ya que consideraba que las mujeres
volvían a los hombres débiles con sus amaneramientos y excesivos mimos y
prefería que sus hijos varones fueran educados cuanto antes en el arte de la
mar y la guerra. El almirante por su parte, poco afectado parecía por la muerte
de la madre de su heredero, pues no llevaba ni cuarenta y ocho horas fallecida
su esposa cuando ya comenzaba a interesarse en nuevas jóvenes a las que pudiera
desposar aumentando así las probabilidades de dejar herederos.
Fue de este modo como Malena se hizo
completamente cargo del pequeño Mulahj, no permitiendo que nadie más se ocupara
del recién nacido pues temía que las doncellas y criadas de la casa del Muddyb,
no tardarían en pensar traicionar el secreto de la “peculiaridad” del pequeño,
con la intención de congraciarse a ojos de su señor, siendo no obstante esta un
arma de doble filo, pues Almansurah era conocido por descargar su ira sobre
portadores de malas noticias, habiendo sido muchos de estos pobres
desafortunados, atados de pies y manos y catapultados al mar desde la proa de
alguno de sus barcos, convirtiéndose en festín para tiburones, anguilas y otros
carroñeros marinos.
Pasaron cinco años y Mulahj creció
educado por su tía como hombre, si bien esta le insistía en la importancia de
mantener oculta su verdadera naturaleza y obraba verdaderas proezas para
conseguir que el niño nunca apareciera completamente desnudo delante de otros
ojos que no fueran los suyos, a la vez que se aseguraba de que, siempre que
hubiera ocasión, el pequeño orinara de pie asegurándose de que su padre viera
la escena si era posible, pues de este modo disiparía cualquier posibilidad de
que el engaño saliera a la luz. Por su parte Mulahj poco entendía el origen de
todo esto, pues rara era la ocasión en que pudiera ver a otros niños desnudos y
por tanto, él no se sentía distinto ya que con nadie se podía comparar. Se
limitaba despreocupadamente a ser un niño, y como tal era tratado por los demás
y, no siendo considerado diferente, no lo fue hasta que entró en el inicio de
su pubertad.
Poco faltó para que tantos años de
insomne sacrificio por parte de Malena de nada sirvieran, cuando a los nueve
años de edad bien entrados, Mulahj cometiera una imprudencia que por poco les
costó la vida a su tía y a él.
Malena, no había querido en ningún
momento de la vida del pequeño ocultarle su naturaleza, pues consideraba que
sabiendo el qué y el porqué, el niño podría alcanzar a comprender la
importancia de mantener un secreto que sólo ellos dos conocían.
Pero hete aquí que su padre decidió
que el niño ya tenía edad más que suficiente para comenzar a formarse en el
mundo de la mar, y pese a las disuasorias razones con las que Malena
bombardeaba al Muddyb, este no cejó en su empeño de iniciar al chico en su
futuro como heredero de su casa.
Así, un día del año en el que la
estación de las calmas chichas dejaba paso a otra en la que los suaves vientos
de poniente entraban en la bahía por la Puerta de la Sal, Muddyb Almansurah ordenó
que su hijo, fuera vestido con las ropas de los cadetes de flota y enviado como
tal a la bocana del puerto Nahayet donde comenzaría su aprendizaje embarcado en
una galera junto a varios maestros y otros veinte chicos de alta cuna que
recibirían la misma formación.
La mañana en que tenía que embarcar Mulahj
se sentía pletórico, muy en contraste con el angustiado pavor que sentía su tía
y madrina, que alejada del muchacho, poco podría hacer para ocultar su
peligroso secreto. Empaquetaba la ropa del pequeño en tembloroso silencio
mientras el niño parloteaba sin cesar dando saltos de aquí para allá,
esgrimiendo un fino bastón de caña a modo de alfanje.
—Ya lo verás, seré el marino más
importante de la historia de Oga-Tarah. Acabaré con los enemigos de mi padre y
me nombrara almirante de la flota del Jatáh y después seré príncipe y tendré un
palacio. Mataré a todos los piratas del mar conocido y exploraré las islas que
hay más allá del océano. Todos me temerán y me obedecerán, ya lo verás, lo
verás de verdad —la mujer esbozaba una sonrisa triste a la vez que observaba
pensativa al chico que se iba de la protección de sus cuidados.
—¿no te alegras por mi ziya?
—preguntó el pequeño que siempre se dirigía a Malena aludiendo su condición de
tía.
—yo siempre me alegro de que estés
alegre mi pequeño Mulahj
—pero estás triste, te lo noto ziya
—la mujer, con los ojos húmedos, abrazó al pequeño —no estoy triste, pero estoy
asustada. Mulahj tienes que tener mucho cuidado, eres el hijo del Muddyb, sabes
que nadie puede saber tu secreto, nadie puede verte desnudo, asegúrate de eso,
debes llevar siempre ropa que te tape bajo la cintura, y si te preguntan por
qué no te desnudas con los demás, diles que querer desnudarse delante de otros
chicos es de amanerados y eunucos. Intenta mear de pie donde otros puedan
verte, y nunca le cuentes a nadie lo que tienes entre las piernas, me has oído,
a nadie, ni a tu mejor amigo. Haz lo que te digo y todo irá bien, de otro modo,
atraerás la desgracia sobre ti y sobre tu pobre tía
—así lo haré, tendré cuidado. Te
quiero mucho ziya y no haré nada que te ponga en peligro.
Despacio y en silencio, Malena terminó de
vestir al pequeño, quien despreocupado seguía jugando escaleras arriba y abajo
y luchando con las ramas de los árboles de los jardines como si de imaginarios
enemigos se trataran. Finalmente subieron al carromato que les habría de llevar
hasta el temido destino.
Apenas una hora a pie separaba el palacio
del Muddyb de los embarcaderos del puerto Nahayet. Durante el trayecto, las gentes
que se cruzaban con ellos se postraban ante el blasón de la casa de Almansurah
que ornaba las puertas del vehículo, gracias a las traslúcidas cortinas nada
sabían de quien iba en su interior pero la temible reputación de su propietario
bastaba para que sumisos, los vasallos de quien ostentaba la autoridad del
Jatáh en esas tierras, bajaran la mirada e inclinaran respetuosos la cerviz
como símbolo de pleitesía.
El Muddyb Almansurah era a su vez una suerte de señor feudal de las tierras que rodeaban al puerto de Nahayet y el Jatáh depositaba en él poder para impartir justicia a su antojo en representación del trono. De este modo, nada ni nadie se movía en esas tierras sin que los innumerables lacayos del todopoderoso señor, informaran solícitos al mismo a la mayor brevedad posible. Muy especialmente el Muddyb se cuidaba de los barcos que entraban y salían de sus muelles y para ello, no sólo contaba con su policía portuaria y sus informantes. Antes de pasar por la puerta de la bahía, Almansurah podía saber inmediatamente quién se acercaba al puerto y todo ello gracias a dos enormes torres de señales que, situadas a cada lado de la estrecha puerta de la Bahía Dagatsim, permanecían en constante comunicación con el palacio del Almirante mediante un sistema de brazos articulados que con un lenguaje codificado, alertaban al señor de los mares sobre: quién, qué, desde dónde o en qué número.
Por aquellas tierras todos conocían estas almenaras con el nombre de Los Colmillos y era saber popular que ningún barco llevaba riquezas a la boca del Jatah, sin que los colmillos del Muddyb lo hubieran mordido primero.
Los Colmillos de las Puertas de Sal
Llegaron por fin a los muelles.
El olor a salitre invadió el aire.
Los graznidos de las gaviotas se mezclaban con los gritos de los estibadores,
el traqueteo de las carretas y la incesante sonata del crujir de tablas y
maromas que provenía de los cientos de barcos amarrados en los muelles del
puerto.
Al fondo y casi hasta donde la vista alcanzaba, un hormiguero de naves mercantes fondeadas en la bahía esperaban su turno para descargar en los muelles. Un ajetreado ir y venir de funcionarios de aduanas, mercaderes, marineros, estibadores y soldados salpicaba un ya de por sí abarrotado muelle. Junto a las casas de las compañías mercantes, los burdeles y tabernas competían en el colorido de sus fachadas y carteles en un intento de atraer más clientes que el negocio de al lado. Las prostitutas se exhibían medio desnudas junto a jóvenes efebos que maquillados hasta lo absurdo, se contoneaban y flirteaban ante la indulgente mirada de una autoridad que sacaba su tajada del negocio. Los borrachos y adictos a la hierba roja, yacían por los rincones a merced de pequeños pícaros robabolsas que, como ratas, se enredaban entre las piernas de los viandantes. Así era Puerto Nahayet en la infancia del muchacho y era este movimiento, parte de la riqueza de Rih Irzimi, la Ciudad Roja.
La carreta les llevó hasta la misma
pasarela de la galera que en los próximos años sería hogar y escuela del joven
Mulahj. Malena, su tía, contraía los nudillos hasta que el blanco hueso se
traslucía en la delicada piel de sus manos.
Algo en su interior le decía que esa
sería la última vez que vería al niño y el dolor era una tenaza que se le
agolpaba en la garganta impidiéndole apenas respirar.
Por su parte el chico miraba
entusiasmado por la ventana del carromato, si bien el celoso cuidado de su tía
le había mantenido a salvo, el encierro en la dorada cárcel del palacio del
Muddyb había aislado al chico de un mundo que ahora se abría ante él con nuevos
colores, olores y sonidos, embriagando sus sentidos como un aromático vino
dulce.
Bajaron del coche. Una patrulla de
la guardia personal del almirante les había escoltado todo el camino y el
capitán de esta se abrió camino a bastonazos ente la chusma que invadía los
escasos metros que les separaban del barco. Desde lo alto de la pasarela que
daba paso a este, un servil funcionario bajaba intentando guardar el equilibrio
por la empinada rampa de madera al tiempo que se inclinaba sumiso ante el
enviado de Almansurah. Marineros y soldados observaban divertidos al afectado
personaje que haciendo gala de su posición, vestía un recargado atuendo de
gasas brocado de pedrería y pequeñas gemas de dudosa autenticidad. Su cara se
veía asfixiada tras un emplasto de pintura de polvo de plomo y arroz que pese a
su grosor no conseguía disimular unas profundas arrugas fruto de la edad. Unos
exagerados pendientes de perlas remataban un andrógino cuadro que a Malena poca
confianza le inspiraba. Uno de los soldados de la patrulla susurró junto al
joven Mulahj —ahí viene ese preceptor maricón, ándate con ojo chico si no
quieres acabar en su alcoba —el resto de la patrulla contuvo difícilmente una
carcajada sofocada cuando finalmente y no sin riesgo de caer, el pintoresco
personaje llegó hasta el capitán que observaba con desprecio un amaneramiento
en nada semejante a su marcial apostura.
—Yo soy Qaniis, futuro preceptor del
hijo del Muddyb al que el Jatáh colme de riquezas. ¿Es este el niño Mulahj?
—este es, a partir de este momento es
responsabilidad tuya. El Muddyb deposita en tus manos el bien más preciado que
posee, es su voluntad que te comunique cuán satisfecho se sentirá de un trabajo
bien realizado sobre su hijo y heredero, y cuán alta será su ira si el primero
de sus varones sufre cualquier percance, preceptor
—dile al Muddyb que antes preferiría sacar
mis ojos, cortar mi indigna lengua y amputar mis inservibles manos que
defraudar a su señoría
—te recomiendo o Qaniis, que no des ideas
al Muddyb, de todos es conocida su afición a castigar con severidad a quien le
falla. Aún con todo, ese será el mensaje que le entregue —el capitán escupió
esto último con una medio sonrisa de desprecio, que provocó que Qaniis tragara
saliva intranquilo —es voluntad del Muddyb que te entregue este pequeño cofre
con suficiente dinero como para cubrir cualquier imprevisto, a su vez te envía
estas misivas con su sello, deberán ser entregadas como credencial de la
posición del chico si ello fuera necesario. Dicho esto, nada más tengo que
hablar contigo preceptor. Haz tu trabajo y todo irá bien —Qaniis se inclinó
servil y al tiempo con ojos avariciosos retiraba de las manos del capitán los
objetos que ante él sostenía. Después, en un susurro de gasas y tintineo de
joyas avanzó hasta el joven Mulahj que le miraba receloso entre los brazos de
su tía. El almizcleño olor del preceptor abrasaba las fosas nasales del chico
al tiempo que la estrafalaria indumentaria del servil funcionario dejaba con la
boca abierta a un Mulahj acostumbrado al aire marcial del palacio del Muddyb.
—Mulahj, yo soy Qaniis, soy tu nuevo
preceptor, en lo sucesivo deberás obedecerme y seguir todas mis enseñanzas, y,
junto con el resto de tus profesores, haré que te conviertas en el digno
heredero de tu glorioso padre, al que la victoria favorezca mil veces. Ahora
debes venir conmigo —Mulahj cobijado en los brazos de su tía, miró hacia arriba
en un intento de encontrar los ojos de esta. Qaniis se impacientó —nada tienes
que preguntar ya a esa sirvienta, el tiempo en que ella te tuviera bajo sus
faldas acabó. Ven conmigo ahora —el niño se arrebujó aún más en los brazos de
su tía, y esta, en un esfuerzo por permanecer fuerte, puso frente a ella al
muchacho, y con la cara a la altura de sus ojos le dijo en un susurro —ve ya
con él Mulahj, debes hacerlo para convertirte en un hombre, recuerda que yo
siempre estaré aquí para ti, y, cuando te conviertas en el nuevo héroe de los
mares de Oga-Tarah, esperaré dichosa para ungir tu frente con óleos de
victoria. Parte ahora y recuerda lo que te dije, especialmente con tu
preceptor, cuídate de sus miradas pues no dudará en traicionarte si puede
hacerlo —Mulahj asintió triste y besó la mejilla de la única madre que había
conocido, el preceptor que impaciente asistía a la escena, agarró por el brazo
al chico y lo arrancó de su tía sin darle la oportunidad de despedirse.
Tironeó del muchacho pasarela arriba
llevando en la otra mano los preciados objetos que le había cedido el Muddyb,
la tabla, se tambaleaba por el descompasado movimiento de ambos al subir.
Mulahj se resistía levemente colmando la paciencia del preceptor que le instaba
a subir al tiempo que parloteaba sobre su futuro en la armada del Jatáh. Mulahj
apenas prestaba atención a lo que decía, pero hubo algo que si llegó a la
percepción consciente del chico —… pues este será el único modo de que te
conviertas en un hombre, y así el veneno que esa víbora te ha estado vertiendo
en los oídos estos años desaparecerá, esa zorra nunca te ha hecho mucho bien,
por muy tía tuya que sea, pero era de esperar viniendo de una familia de cerdos
—Mulahj había oído bastante, se detuvo en seco en mitad de la pasarela y con
una furibunda mirada gritó al preceptor —¡mi tía no es ninguna cerda, el único
cerdo que hay aquí eres tú, preceptor maricón! —dicho esto, pegó un fuerte
empellón a un atónito Qaniis que de improviso perdió el contacto de
la pasarela bajo sus pies y con un agudo grito de pánico cayó con los brazos
extendidos en un vano intento de agarrarse a algo. Todos los presentes miraron
intrigados en dirección al origen del afeminado alarido que precedió al
estruendoso chapuzón. Segundos después la cara de Qaniis asomaba por encima del
agua entre grititos y súplicas de auxilio. Su cara se veía surcada de churretes
de la pintura que antes la cubriera y una oleosa mancha de maquillaje, flotaba
alrededor del preceptor entre los deshechos flotantes del puerto. Mulahj miraba
hacia abajo divertido mientras las carcajadas de marineros y soldados se
adueñaron de todo el puerto. Hubo un marinero que doblado por la risa perdió a
su vez el equilibrio y cayó por la borda de la galera. Las putas y efebos de
los burdeles señalaban hacia el agua entre comentarios hirientes que llegaban a
oídos del humillado preceptor.
Finalmente el capitán de la galera,
ordenó acercaran al improvisado náufrago un pequeño columpio que colgaba de un
pescante y poco a poco descendía para recoger al medioahogado Qaniis.
Intentando contener la risa, el capitán asomó por la borda de la nave y con
chanza gritó —mi querido preceptor, en otra ocasión en el que el calor del
puerto se vuelva insoportable, os recomiendo que en vez de lanzaros
a las aguas del mismo os dirijáis presto a las casas de baños, o quizás
pretendíais comenzar vuestras valiosas lecciones para con el muchacho,
impartiendo su primera lección de natación —esta vez las carcajadas estallaron
con más fuerza si cabe, retumbando como ladridos a oídos de Qaniis, quien
furioso, acomodaba su empapado trasero en el columpio para, chorreando, ser
izado hasta la cubierta del barco. Una vez allí, recolocó como pudo unas
pesadas vestiduras que se le adherían al cuerpo mostrando su abotargado busto,
se irguió en un intento de recuperar su mermada dignidad y miró furibundo en
derredor acallando las risas de los presentes que de improviso recordaron que
tenían trabajo que hacer.
Qaniis, ahora ya más crecido, buscó con la mirada al causante de su vergüenza para descubrir atónito que el niño, no sólo no se mostraba mínimamente turbado, para su sorpresa le miraba sonriente acodado en el guardamancebos indiferente a la gravedad del suceso recién acaecido. Qaniis se dijo para sus adentros que era un buen momento para colocar al chico en su sitio.
—Capitán, que dos de sus marineros cojan
al muchacho y lo aten desnudo a ese barril, ah, y que venga Canavar —el capitán
dudó levemente, pero ante la inquisitiva mirada del preceptor optó por no
meterse en líos pues su jurisdicción se limitaba al barco y la tripulación y,
en lo que a la educación de los muchachos se refería, poco o nada tenía que
hacer.
Ordenó a dos de los marineros
cercanos que prendieran al chico, Mulahj que incrédulo observaba la escena,
miraba al preceptor con los ojos desorbitados y giraba la cabeza en dirección a
su tía con una expresión de súplica. Malena por su parte era presa del pánico.
Si desnudaban al muchacho todo se habría perdido antes casi de empezar. Febril
intentaba buscar una solución de escape a esa situación. En cubierta, habían
tumbado ya el barril y pasado un cabo por debajo para atar las manos del chico.
Desde el tendal de popa surgió una pequeña y oscura figura que descendía con
parsimonioso avance hacia la cubierta central. Era Canavar, un enano negro de
las costas del oeste junto a la cordillera Maneurdi. Su baja estatura en nada
desmerecía su corpulenta y amenazadora figura. Sus brazos, gruesos como
troncos, se veían adornados por sinuosos tatuajes de una tinta amarillo-verdosa
que sobre su oscura piel parecía brillar levemente con luz propia. La barba,
ligeramente ondulada y trenzada en tirabuzones, brillaba negra por los aceites
olorosos con los que la arreglaba colgando larga hasta su ancho pecho desnudo,
sólo cubierto por un peto de bronce con una mítica figura de toro alado en el
centro. La cabeza la llevaba completamente rasurada y sobre ella, un ondulado
dibujo serpenteaba verdoso en consonancia con los demás tatuajes. Sus piernas
fuertes y poderosas, se combaban como las de un jinete debajo de una exótico
pantalón bombacho de guerrero sujeto por un ancho cinturón de bronce del que
asomaba una daga curvada con cachas de nácar. Finalmente, sus
musculosos antebrazos rebosaban de unos brazaletes de bronce que se veían
rematados por dos poderosas manos de gruesos dedos anillados. Con una de ellas
aferraba amenazante un látigo de cuero negro.
Ceremonioso llegó hasta el grupo
allí congregado. Miró a Qaniis con una interrogante expresión bajo el ceño.
Este le señaló al muchacho —cinco latigazos, sin hierro —Canavar desenrolló el
pesado látigo con calculada parsimonia, sabía hacer su trabajo y sabía cómo
insuflar miedo en sus víctimas. Se puso a unos pasos del barril y con un gesto
del mentón ordenó que le acercaran al niño. Este miró al corpulento demonio
aterrorizado. Canavar, sin un matiz de sentimiento en el rostro dijo algo en
una dura lengua desconocida para el chico —heg rejman —el preceptor tradujo
satisfecho con un sibilino odio en los labios —desnudadlo.
Malena que observaba atónita la
escena, finalmente buscó una salida en el distraido capitán de la patrulla que
les había escoltado hasta el puerto, pensando que quizás el manifiesto
desprecio que este mostró hacia el preceptor, jugara a favor del muchacho que
en este momento sollozaba entre hipidos suplicando clemencia.
—capitán ¿acaso vais a consentir que ese
despreciable eunuco y su sucio enano extranjero maltraten de ese modo al hijo
del Muddyb?. ¿Es esa la forma en que cumplís el valioso encargo que Almansurah
os confió? —el capitán observó pensativo la escena y un atisbo de resolución
asomó en sus ojos, rápidamente, hizo un gesto al resto de la patrulla y en unas
zancadas se interpuso entre el enano y el muchacho —Qaniis de Rihus ¿Acaso tus
oídos no entienden las órdenes de tu señor?. ¿Tan rápido te has cansado de tus
ojos, tu indigna lengua y tus inservibles manos? Ni un instante ha pasado desde
que confié en ti la seguridad del heredero del Muddyb y ya quieres humillarle y
flagelarle a manos de este indigno y sucio perro. Suelta inmediatamente al
muchacho y dile a tu enano que desaparezca de mi vista o ten por seguro que
Almansurah sabrá de esto.
Qaniis, furioso miró al capitán a
los ojos con una mirada de víbora que hubiera congelado al mismo infierno. No
quería que el chico se librara del castigo por humillarle. Quedó un momento
pensativo. El capitán le miraba impaciente —y bien ¿no piensas obedecer a tu
señor?, suéltalo te digo —Qaniis cedió. Inmediatamente retomó su gesto servil y
para sus adentros pensó que ya habría ocasión de resarcirse, especialmente
cuando estuvieran en alta mar y no hubiera nadie que pudiera cuestionar su
voluntad —mi señor Capitán, os ruego disculpéis mi torpeza, de algún modo
malinterpreté las atribuciones que el Muddyb había depositado sobre mi indigna
persona en lo referente a la formación de su heredero. Inmediatamente será
subsanado este desafortunado y torpe malentendido —con un ademán hizo que el
enano Canavar se diera media vuelta y volviera sobre sus pasos y con el chico
ya liberado volvió su mirada hacia el capitán —os ruego no tengáis en cuenta la
torpeza de este siervo que en nada quería ofender al más preciado de los bienes
que hay en nuestras tierras, pues el heredero del Muddyb es tan preciado para
nosotros como el mismo Muddyb —el capitán posó su mirada satisfecha sobre el
untuoso preceptor y después la dirigió hacia Mulahj. Pensativo observó al
muchacho y de algún modo decidió desentenderse del problema, al fin y al cabo,
su oficio era otro.
Por su parte Malena observaba la escena
aliviada, si el chico hubiera sido desnudado y postrado sobre el barril, todos
los años de velar por la intimidad del niño de nada hubieran servido y la vida
de ambos habría perdido al instante cualquier valor.
Sin más el capitán montó su yegua
torda y volviendo grupas dio la orden de retornar al palacio, Malena subió al
carromato y con una sensación de pérdida, desapareció de la vista de un
aliviado Mulahj que poco entendía del verdadero riesgo que había corrido.
Por su parte Qaniis, se dirigió
chapoteante hacia su camarote con intención de cambiar sus vestimentas
destilando veneno para sus adentros en un torbellino de sentimientos de
venganza. Alrededor de ellos, el puerto continuaba indiferente su ruidosa
tarea, ajeno a los protagonistas de una historia que no era la suya y que por
tanto poco o nada le importaban.
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