viernes, 17 de enero de 2014

Capítulo 4. Mulahj (Año 0)

Las Puertas de Sal en la Bahía Dagatsim
Corrían como locos por la estrecha callejuela, zigzagueando raudos en dirección a la inmensa cúpula que le otorgaba el sobrenombre al Gran Bazar de la ciudad de Rih Irzimi. Tras ellos, gritos y amenazas ganaban cada vez más terreno a los fugitivos. Agotados, algunos de ellos caían sobre el duro empedrado para no volver a levantarse convirtiéndose así en presa segura para sus perseguidores.
 Mulahj arrastraba dolorido una pierna herida que le recordaba a cada zancada, el crujido nada tranquilizador que había producido su tobillo al saltar desde el alto muro de la Casa de la Sal.
 Nada de esto habría sucedido si en vez de dárselas de listo, se hubiera limitado a no ver, no oír y a callar. Era su maldito complejo de salvador de los desposeídos y adalid de la justicia lo que le tenía corriendo como una liebre perseguida por perros, sin ningún sitio a donde ir ni nadie a quién acudir. Pero esa parte de él no era la primera vez que le metía en serios problemas y de algún modo, sospechaba que si salía con vida de esta no iba a ser la última.
 Todo comenzó a sus jóvenes diecisiete años. Si bien el problema real que lo causó había aparecido con su nacimiento, pues no todos los días nacía un hermafrodita en Oga-Tarah.
 Si no había sido arrojado por una pendiente y dejado a merced de los perros ese día de hacía veinticinco años, se debía a que la partera que atendía a su madre durante el alumbramiento, era a la vez su propia tía y madrina, y sabía que después de tres abortos, esta sería la última oportunidad de la madre para no ser repudiada por el orgulloso Muddyb Almansurah. Señor de las Puertas de Sal y Almirante de la flota del Jatáh.
 Malena, su tía, que inmediatamente se había percatado de la coexistencia de ambos genitales en el pequeño, enfundó con una tela las piernas del mismo dejando sólo visible la parte masculina de su sexualidad y de este modo, el padre, nada sospechó al recibir al neonato en los brazos al que inmediatamente proclamó su heredero y sucesor entre gritos y jarras de vino.
 La madre nada sabía aún de todo esto y Malena, prudente, nada le dijo por el momento, intentando no agravar la delicada salud de una pobre adolescente de 17 años a la que el enorme y ya más que entrado en años Muddyb había desposado hacía poco menos de tres años con la intención de unir su influyente apellido con una de las más adineradas familias de comerciantes de la Bahía de Dagatsím.
 Finalmente de poco sirvió dicha prudencia. La madre de Mulahj murió durante la noche desangrada por un parto lleno de complicaciones que había destrozado a una ya de por si enfermiza parturienta. El padre de ambas siempre dijo que la chica no tenía caderas de madre, de modo que debía estar contenta y agradecida de que un hombre tan mayor la desposara, pues los hijos que tendría a lo largo de su vida de casada serían menos y por tanto todo resultaría más sencillo para la joven. Malena sabía que los abortos y la muerte de su hermana nada tenían que ver con sus caderas. Resulta que al Muddyb Almansurah le gustaba conseguir obediencia de sus mujeres a base de látigo y, en ocasiones, si el vino que bebía con cada vez más abundancia, le hacía perder la cordura y envalentonarse, utilizaba un grueso bastón con el que no sólo se limitaba a golpear a las jovencísimas chicas (pues es así como le gustaban sus concubinas) sino que también utilizaba el extremo del mismo para lo que él, con una sardónica sonrisa, denominaba “abrir el camino”. Este y no otro, era el motivo de que la hermana de Malena, se hubiera convertido con los años en un cascarón sin vida, ausente y permanentemente adormecido por el humo de la hierba roja a la que se había vuelto adicta.
 Naturalmente el odio que sentía Malena hacia su cuñado lo disimulaba con una muda máscara de sumisión, pues cuando llegó a los meses del enlace, alertada por una desesperada llamada de auxilio en forma de carta que le envió su hermana a la casa familiar, inmediatamente se dio cuenta de la situación y decidió instalarse junto a la desgraciada adolescente como ayuda de cámara de la misma, ante un indiferente gruñido de aceptación del Muddyb al que poco le importaba que, una ya para él demasiado mayor Malena, se instalara en las dependencias de las mujeres con su joven esposa.
 Así las hermanas habían permanecido juntas durante esos tres años de matrimonio en los que la mayor de ellas había debido cuidar y proteger a la cada vez más irreconocible niña, que en poco tiempo pasó de una delgada y bronceada pizpireta que pasaba la mitad de su tiempo trepando a los árboles y jugando de aquí para allá, a una muerta en vida cuya mente vagaba lejos en busca de refugio ante las atrocidades que cada noche caían sobre ella.
 Mulahj pues, se quedó huérfano de madre casi al tiempo de nacer y Malena, asumió el papel de madrina ese mismo día, pues si bien a sus 23 años no tenía intención de contraer matrimonio, su joven cuerpo permanecía fuerte, fértil y voluptuoso en claro contraste con el de la fallecida adolescente que de algún modo heredó los genes equivocados. El Muddyb Almansurah no puso objeción al arreglo siempre y cuando no influyera demasiado en la educación del recién nacido ya que consideraba que las mujeres volvían a los hombres débiles con sus amaneramientos y excesivos mimos y prefería que sus hijos varones fueran educados cuanto antes en el arte de la mar y la guerra. El almirante por su parte, poco afectado parecía por la muerte de la madre de su heredero, pues no llevaba ni cuarenta y ocho horas fallecida su esposa cuando ya comenzaba a interesarse en nuevas jóvenes a las que pudiera desposar aumentando así las probabilidades de dejar herederos.
 Fue de este modo como Malena se hizo completamente cargo del pequeño Mulahj, no permitiendo que nadie más se ocupara del recién nacido pues temía que las doncellas y criadas de la casa del Muddyb, no tardarían en pensar traicionar el secreto de la “peculiaridad” del pequeño, con la intención de congraciarse a ojos de su señor, siendo no obstante esta un arma de doble filo, pues Almansurah era conocido por descargar su ira sobre portadores de malas noticias, habiendo sido muchos de estos pobres desafortunados, atados de pies y manos y catapultados al mar desde la proa de alguno de sus barcos, convirtiéndose en festín para tiburones, anguilas y otros carroñeros marinos.
 Pasaron cinco años y Mulahj creció educado por su tía como hombre, si bien esta le insistía en la importancia de mantener oculta su verdadera naturaleza y obraba verdaderas proezas para conseguir que el niño nunca apareciera completamente desnudo delante de otros ojos que no fueran los suyos, a la vez que se aseguraba de que, siempre que hubiera ocasión, el pequeño orinara de pie asegurándose de que su padre viera la escena si era posible, pues de este modo disiparía cualquier posibilidad de que el engaño saliera a la luz. Por su parte Mulahj poco entendía el origen de todo esto, pues rara era la ocasión en que pudiera ver a otros niños desnudos y por tanto, él no se sentía distinto ya que con nadie se podía comparar. Se limitaba despreocupadamente a ser un niño, y como tal era tratado por los demás y, no siendo considerado diferente, no lo fue hasta que entró en el inicio de su pubertad.
 Poco faltó para que tantos años de insomne sacrificio por parte de Malena de nada sirvieran, cuando a los nueve años de edad bien entrados, Mulahj cometiera una imprudencia que por poco les costó la vida a su tía y a él.
 Malena, no había querido en ningún momento de la vida del pequeño ocultarle su naturaleza, pues consideraba que sabiendo el qué y el porqué, el niño podría alcanzar a comprender la importancia de mantener un secreto que sólo ellos dos conocían.
 Pero hete aquí que su padre decidió que el niño ya tenía edad más que suficiente para comenzar a formarse en el mundo de la mar, y pese a las disuasorias razones con las que Malena bombardeaba al Muddyb, este no cejó en su empeño de iniciar al chico en su futuro como heredero de su casa.
 Así, un día del año en el que la estación de las calmas chichas dejaba paso a otra en la que los suaves vientos de poniente entraban en la bahía por la Puerta de la Sal, Muddyb Almansurah ordenó que su hijo, fuera vestido con las ropas de los cadetes de flota y enviado como tal a la bocana del puerto Nahayet donde comenzaría su aprendizaje embarcado en una galera junto a varios maestros y otros veinte chicos de alta cuna que recibirían la misma formación.
La mañana en que tenía que embarcar Mulahj se sentía pletórico, muy en contraste con el angustiado pavor que sentía su tía y madrina, que alejada del muchacho, poco podría hacer para ocultar su peligroso secreto. Empaquetaba la ropa del pequeño en tembloroso silencio mientras el niño parloteaba sin cesar dando saltos de aquí para allá, esgrimiendo un fino bastón de caña a modo de alfanje.
 —Ya lo verás, seré el marino más importante de la historia de Oga-Tarah. Acabaré con los enemigos de mi padre y me nombrara almirante de la flota del Jatáh y después seré príncipe y tendré un palacio. Mataré a todos los piratas del mar conocido y exploraré las islas que hay más allá del océano. Todos me temerán y me obedecerán, ya lo verás, lo verás de verdad —la mujer esbozaba una sonrisa triste a la vez que observaba pensativa al chico que se iba de la protección de sus cuidados.
 —¿no te alegras por mi ziya? —preguntó el pequeño que siempre se dirigía a Malena aludiendo su condición de tía.
 —yo siempre me alegro de que estés alegre mi pequeño Mulahj
 —pero estás triste, te lo noto ziya —la mujer, con los ojos húmedos, abrazó al pequeño —no estoy triste, pero estoy asustada. Mulahj tienes que tener mucho cuidado, eres el hijo del Muddyb, sabes que nadie puede saber tu secreto, nadie puede verte desnudo, asegúrate de eso, debes llevar siempre ropa que te tape bajo la cintura, y si te preguntan por qué no te desnudas con los demás, diles que querer desnudarse delante de otros chicos es de amanerados y eunucos. Intenta mear de pie donde otros puedan verte, y nunca le cuentes a nadie lo que tienes entre las piernas, me has oído, a nadie, ni a tu mejor amigo. Haz lo que te digo y todo irá bien, de otro modo, atraerás la desgracia sobre ti y sobre tu pobre tía
 —así lo haré, tendré cuidado. Te quiero mucho ziya y no haré nada que te ponga en peligro.
Despacio y en silencio, Malena terminó de vestir al pequeño, quien despreocupado seguía jugando escaleras arriba y abajo y luchando con las ramas de los árboles de los jardines como si de imaginarios enemigos se trataran. Finalmente subieron al carromato que les habría de llevar hasta el temido destino.
Apenas una hora a pie separaba el palacio del Muddyb de los embarcaderos del puerto Nahayet. Durante el trayecto, las gentes que se cruzaban con ellos se postraban ante el blasón de la casa de Almansurah que ornaba las puertas del vehículo, gracias a las traslúcidas cortinas nada sabían de quien iba en su interior pero la temible reputación de su propietario bastaba para que sumisos, los vasallos de quien ostentaba la autoridad del Jatáh en esas tierras, bajaran la mirada e inclinaran respetuosos la cerviz como símbolo de pleitesía.

El Muddyb Almansurah era a su vez una suerte de señor feudal de las tierras que rodeaban al puerto de Nahayet y el Jatáh depositaba en él poder para impartir justicia a su antojo en representación del trono. De este modo, nada ni nadie se movía en esas tierras sin que los innumerables lacayos del todopoderoso señor, informaran solícitos al mismo a la mayor brevedad posible. Muy especialmente el Muddyb se cuidaba de los barcos que entraban y salían de sus muelles y para ello, no sólo contaba con su policía portuaria y sus informantes. Antes de pasar por la puerta de la bahía, Almansurah podía saber inmediatamente quién se acercaba al puerto y todo ello gracias a dos enormes torres de señales que, situadas a cada lado de la estrecha puerta de la Bahía Dagatsim, permanecían en constante comunicación con el palacio del Almirante mediante un sistema de brazos articulados que con un lenguaje codificado, alertaban al señor de los mares sobre: quién, qué, desde dónde o en qué número.



Por aquellas tierras todos conocían estas almenaras con el nombre de Los Colmillos y era saber popular que ningún barco llevaba riquezas a la boca del Jatah, sin que los colmillos del Muddyb lo hubieran mordido primero.
                                                                   Los Colmillos de las Puertas de Sal
 Llegaron por fin a los muelles.
 El olor a salitre invadió el aire. Los graznidos de las gaviotas se mezclaban con los gritos de los estibadores, el traqueteo de las carretas y la incesante sonata del crujir de tablas y maromas que provenía de los cientos de barcos amarrados en los muelles del puerto.

Al fondo y casi hasta donde la vista alcanzaba, un hormiguero de naves mercantes fondeadas en la bahía esperaban su turno para descargar en los muelles. Un ajetreado ir y venir de funcionarios de aduanas, mercaderes, marineros, estibadores y soldados salpicaba un ya de por sí abarrotado muelle. Junto a las casas de las compañías mercantes, los burdeles y tabernas competían en el colorido de sus fachadas y carteles en un intento de atraer más clientes que el negocio de al lado. Las prostitutas se exhibían medio desnudas junto a jóvenes efebos que maquillados hasta lo absurdo, se contoneaban y flirteaban ante la indulgente mirada de una autoridad que sacaba su tajada del negocio. Los borrachos y adictos a la hierba roja, yacían por los rincones a merced de pequeños pícaros robabolsas que, como ratas, se enredaban entre las piernas de los viandantes. Así era Puerto Nahayet en la infancia del muchacho y era este movimiento, parte de la riqueza de Rih Irzimi, la Ciudad Roja.

 La carreta les llevó hasta la misma pasarela de la galera que en los próximos años sería hogar y escuela del joven Mulahj. Malena, su tía, contraía los nudillos hasta que el blanco hueso se traslucía en la delicada piel de sus manos.
 Algo en su interior le decía que esa sería la última vez que vería al niño y el dolor era una tenaza que se le agolpaba en la garganta impidiéndole apenas respirar.
 Por su parte el chico miraba entusiasmado por la ventana del carromato, si bien el celoso cuidado de su tía le había mantenido a salvo, el encierro en la dorada cárcel del palacio del Muddyb había aislado al chico de un mundo que ahora se abría ante él con nuevos colores, olores y sonidos, embriagando sus sentidos como un aromático vino dulce.
 Bajaron del coche. Una patrulla de la guardia personal del almirante les había escoltado todo el camino y el capitán de esta se abrió camino a bastonazos ente la chusma que invadía los escasos metros que les separaban del barco. Desde lo alto de la pasarela que daba paso a este, un servil funcionario bajaba intentando guardar el equilibrio por la empinada rampa de madera al tiempo que se inclinaba sumiso ante el enviado de Almansurah. Marineros y soldados observaban divertidos al afectado personaje que haciendo gala de su posición, vestía un recargado atuendo de gasas brocado de pedrería y pequeñas gemas de dudosa autenticidad. Su cara se veía asfixiada tras un emplasto de pintura de polvo de plomo y arroz que pese a su grosor no conseguía disimular unas profundas arrugas fruto de la edad. Unos exagerados pendientes de perlas remataban un andrógino cuadro que a Malena poca confianza le inspiraba. Uno de los soldados de la patrulla susurró junto al joven Mulahj —ahí viene ese preceptor maricón, ándate con ojo chico si no quieres acabar en su alcoba —el resto de la patrulla contuvo difícilmente una carcajada sofocada cuando finalmente y no sin riesgo de caer, el pintoresco personaje llegó hasta el capitán que observaba con desprecio un amaneramiento en nada semejante a su marcial apostura.
 —Yo soy Qaniis, futuro preceptor del hijo del Muddyb al que el Jatáh colme de riquezas. ¿Es este el niño Mulahj?
—este es, a partir de este momento es responsabilidad tuya. El Muddyb deposita en tus manos el bien más preciado que posee, es su voluntad que te comunique cuán satisfecho se sentirá de un trabajo bien realizado sobre su hijo y heredero, y cuán alta será su ira si el primero de sus varones sufre cualquier percance, preceptor
—dile al Muddyb que antes preferiría sacar mis ojos, cortar mi indigna lengua y amputar mis inservibles manos que defraudar a su señoría
—te recomiendo o Qaniis, que no des ideas al Muddyb, de todos es conocida su afición a castigar con severidad a quien le falla. Aún con todo, ese será el mensaje que le entregue —el capitán escupió esto último con una medio sonrisa de desprecio, que provocó que Qaniis tragara saliva intranquilo —es voluntad del Muddyb que te entregue este pequeño cofre con suficiente dinero como para cubrir cualquier imprevisto, a su vez te envía estas misivas con su sello, deberán ser entregadas como credencial de la posición del chico si ello fuera necesario. Dicho esto, nada más tengo que hablar contigo preceptor. Haz tu trabajo y todo irá bien —Qaniis se inclinó servil y al tiempo con ojos avariciosos retiraba de las manos del capitán los objetos que ante él sostenía. Después, en un susurro de gasas y tintineo de joyas avanzó hasta el joven Mulahj que le miraba receloso entre los brazos de su tía. El almizcleño olor del preceptor abrasaba las fosas nasales del chico al tiempo que la estrafalaria indumentaria del servil funcionario dejaba con la boca abierta a un Mulahj acostumbrado al aire marcial del palacio del Muddyb.
—Mulahj, yo soy Qaniis, soy tu nuevo preceptor, en lo sucesivo deberás obedecerme y seguir todas mis enseñanzas, y, junto con el resto de tus profesores, haré que te conviertas en el digno heredero de tu glorioso padre, al que la victoria favorezca mil veces. Ahora debes venir conmigo —Mulahj cobijado en los brazos de su tía, miró hacia arriba en un intento de encontrar los ojos de esta. Qaniis se impacientó —nada tienes que preguntar ya a esa sirvienta, el tiempo en que ella te tuviera bajo sus faldas acabó. Ven conmigo ahora —el niño se arrebujó aún más en los brazos de su tía, y esta, en un esfuerzo por permanecer fuerte, puso frente a ella al muchacho, y con la cara a la altura de sus ojos le dijo en un susurro —ve ya con él Mulahj, debes hacerlo para convertirte en un hombre, recuerda que yo siempre estaré aquí para ti, y, cuando te conviertas en el nuevo héroe de los mares de Oga-Tarah, esperaré dichosa para ungir tu frente con óleos de victoria. Parte ahora y recuerda lo que te dije, especialmente con tu preceptor, cuídate de sus miradas pues no dudará en traicionarte si puede hacerlo —Mulahj asintió triste y besó la mejilla de la única madre que había conocido, el preceptor que impaciente asistía a la escena, agarró por el brazo al chico y lo arrancó de su tía sin darle la oportunidad de despedirse.
 Tironeó del muchacho pasarela arriba llevando en la otra mano los preciados objetos que le había cedido el Muddyb, la tabla, se tambaleaba por el descompasado movimiento de ambos al subir. Mulahj se resistía levemente colmando la paciencia del preceptor que le instaba a subir al tiempo que parloteaba sobre su futuro en la armada del Jatáh. Mulahj apenas prestaba atención a lo que decía, pero hubo algo que si llegó a la percepción consciente del chico —… pues este será el único modo de que te conviertas en un hombre, y así el veneno que esa víbora te ha estado vertiendo en los oídos estos años desaparecerá, esa zorra nunca te ha hecho mucho bien, por muy tía tuya que sea, pero era de esperar viniendo de una familia de cerdos —Mulahj había oído bastante, se detuvo en seco en mitad de la pasarela y con una furibunda mirada gritó al preceptor —¡mi tía no es ninguna cerda, el único cerdo que hay aquí eres tú, preceptor maricón! —dicho esto, pegó un fuerte empellón a un atónito Qaniis  que de improviso perdió el contacto de la pasarela bajo sus pies y con un agudo grito de pánico cayó con los brazos extendidos en un vano intento de agarrarse a algo. Todos los presentes miraron intrigados en dirección al origen del afeminado alarido que precedió al estruendoso chapuzón. Segundos después la cara de Qaniis asomaba por encima del agua entre grititos y súplicas de auxilio. Su cara se veía surcada de churretes de la pintura que antes la cubriera y una oleosa mancha de maquillaje, flotaba alrededor del preceptor entre los deshechos flotantes del puerto. Mulahj miraba hacia abajo divertido mientras las carcajadas de marineros y soldados se adueñaron de todo el puerto. Hubo un marinero que doblado por la risa perdió a su vez el equilibrio y cayó por la borda de la galera. Las putas y efebos de los burdeles señalaban hacia el agua entre comentarios hirientes que llegaban a oídos del humillado preceptor.
 Finalmente el capitán de la galera, ordenó acercaran al improvisado náufrago un pequeño columpio que colgaba de un pescante y poco a poco descendía para recoger al medioahogado Qaniis. Intentando contener la risa, el capitán asomó por la borda de la nave y con chanza gritó —mi querido preceptor, en otra ocasión en el que el calor del puerto se vuelva insoportable, os recomiendo  que en vez de lanzaros a las aguas del mismo os dirijáis presto a las casas de baños, o quizás pretendíais comenzar vuestras valiosas lecciones para con el muchacho, impartiendo su primera lección de natación —esta vez las carcajadas estallaron con más fuerza si cabe, retumbando como ladridos a oídos de Qaniis, quien furioso, acomodaba su empapado trasero en el columpio para, chorreando, ser izado hasta la cubierta del barco. Una vez allí, recolocó como pudo unas pesadas vestiduras que se le adherían al cuerpo mostrando su abotargado busto, se irguió en un intento de recuperar su mermada dignidad y miró furibundo en derredor acallando las risas de los presentes que de improviso recordaron que tenían trabajo que hacer.

Qaniis, ahora ya más crecido, buscó con la mirada al causante de su vergüenza para descubrir atónito que el niño, no sólo no se mostraba mínimamente turbado, para su sorpresa le miraba sonriente acodado en el guardamancebos indiferente a la gravedad del suceso recién acaecido. Qaniis se dijo para sus adentros que era un buen momento para colocar al chico en su sitio.
—Capitán, que dos de sus marineros cojan al muchacho y lo aten desnudo a ese barril, ah, y que venga Canavar —el capitán dudó levemente, pero ante la inquisitiva mirada del preceptor optó por no meterse en líos pues su jurisdicción se limitaba al barco y la tripulación y, en lo que a la educación de los muchachos se refería, poco o nada tenía que hacer.
 Ordenó a dos de los marineros cercanos que prendieran al chico, Mulahj que incrédulo observaba la escena, miraba al preceptor con los ojos desorbitados y giraba la cabeza en dirección a su tía con una expresión de súplica. Malena por su parte era presa del pánico. Si desnudaban al muchacho todo se habría perdido antes casi de empezar. Febril intentaba buscar una solución de escape a esa situación. En cubierta, habían tumbado ya el barril y pasado un cabo por debajo para atar las manos del chico. Desde el tendal de popa surgió una pequeña y oscura figura que descendía con parsimonioso avance hacia la cubierta central. Era Canavar, un enano negro de las costas del oeste junto a la cordillera Maneurdi. Su baja estatura en nada desmerecía su corpulenta y amenazadora figura. Sus brazos, gruesos como troncos, se veían adornados por sinuosos tatuajes de una tinta amarillo-verdosa que sobre su oscura piel parecía brillar levemente con luz propia. La barba, ligeramente ondulada y trenzada en tirabuzones, brillaba negra por los aceites olorosos con los que la arreglaba colgando larga hasta su ancho pecho desnudo, sólo cubierto por un peto de bronce con una mítica figura de toro alado en el centro. La cabeza la llevaba completamente rasurada y sobre ella, un ondulado dibujo serpenteaba verdoso en consonancia con los demás tatuajes. Sus piernas fuertes y poderosas, se combaban como las de un jinete debajo de una exótico pantalón bombacho de guerrero sujeto por un ancho cinturón de bronce del que asomaba una daga curvada con cachas de nácar.  Finalmente, sus musculosos antebrazos rebosaban de unos brazaletes de bronce que se veían rematados por dos poderosas manos de gruesos dedos anillados. Con una de ellas aferraba amenazante un látigo de cuero negro.
 Ceremonioso llegó hasta el grupo allí congregado. Miró a Qaniis con una interrogante expresión bajo el ceño. Este le señaló al muchacho —cinco latigazos, sin hierro —Canavar desenrolló el pesado látigo con calculada parsimonia, sabía hacer su trabajo y sabía cómo insuflar miedo en sus víctimas. Se puso a unos pasos del barril y con un gesto del mentón ordenó que le acercaran al niño. Este miró al corpulento demonio aterrorizado. Canavar, sin un matiz de sentimiento en el rostro dijo algo en una dura lengua desconocida para el chico —heg rejman —el preceptor tradujo satisfecho con un sibilino odio en los labios —desnudadlo.
 Malena que observaba atónita la escena, finalmente buscó una salida en el distraido capitán de la patrulla que les había escoltado hasta el puerto, pensando que quizás el manifiesto desprecio que este mostró hacia el preceptor, jugara a favor del muchacho que en este momento sollozaba entre hipidos suplicando clemencia.
—capitán ¿acaso vais a consentir que ese despreciable eunuco y su sucio enano extranjero maltraten de ese modo al hijo del Muddyb?. ¿Es esa la forma en que cumplís el valioso encargo que Almansurah os confió? —el capitán observó pensativo la escena y un atisbo de resolución asomó en sus ojos, rápidamente, hizo un gesto al resto de la patrulla y en unas zancadas se interpuso entre el enano y el muchacho —Qaniis de Rihus ¿Acaso tus oídos no entienden las órdenes de tu señor?. ¿Tan rápido te has cansado de tus ojos, tu indigna lengua y tus inservibles manos? Ni un instante ha pasado desde que confié en ti la seguridad del heredero del Muddyb y ya quieres humillarle y flagelarle a manos de este indigno y sucio perro. Suelta inmediatamente al muchacho y dile a tu enano que desaparezca de mi vista o ten por seguro que Almansurah sabrá de esto.
 Qaniis, furioso miró al capitán a los ojos con una mirada de víbora que hubiera congelado al mismo infierno. No quería que el chico se librara del castigo por humillarle. Quedó un momento pensativo. El capitán le miraba impaciente —y bien ¿no piensas obedecer a tu señor?, suéltalo te digo —Qaniis cedió. Inmediatamente retomó su gesto servil y para sus adentros pensó que ya habría ocasión de resarcirse, especialmente cuando estuvieran en alta mar y no hubiera nadie que pudiera cuestionar su voluntad —mi señor Capitán, os ruego disculpéis mi torpeza, de algún modo malinterpreté las atribuciones que el Muddyb había depositado sobre mi indigna persona en lo referente a la formación de su heredero. Inmediatamente será subsanado este desafortunado y torpe malentendido —con un ademán hizo que el enano Canavar se diera media vuelta y volviera sobre sus pasos y con el chico ya liberado volvió su mirada hacia el capitán —os ruego no tengáis en cuenta la torpeza de este siervo que en nada quería ofender al más preciado de los bienes que hay en nuestras tierras, pues el heredero del Muddyb es tan preciado para nosotros como el mismo Muddyb —el capitán posó su mirada satisfecha sobre el untuoso preceptor y después la dirigió hacia Mulahj. Pensativo observó al muchacho y de algún modo decidió desentenderse del problema, al fin y al cabo, su oficio era otro.
Por su parte Malena observaba la escena aliviada, si el chico hubiera sido desnudado y postrado sobre el barril, todos los años de velar por la intimidad del niño de nada hubieran servido y la vida de ambos habría perdido al instante cualquier valor.
 Sin más el capitán montó su yegua torda y volviendo grupas dio la orden de retornar al palacio, Malena subió al carromato y con una sensación de pérdida, desapareció de la vista de un aliviado Mulahj que poco entendía del verdadero riesgo que había corrido.

 Por su parte Qaniis, se dirigió chapoteante hacia su camarote con intención de cambiar sus vestimentas destilando veneno para sus adentros en un torbellino de sentimientos de venganza. Alrededor de ellos, el puerto continuaba indiferente su ruidosa tarea, ajeno a los protagonistas de una historia que no era la suya y que por tanto poco o nada le importaban.

No hay comentarios:

Publicar un comentario